La esquirla
MANUEL VICENT 01/02/2004
Según me contaron años después, el día 7 de julio de 1938, en plena Guerra Civil, hacia las dos de la tarde, había una olla al fuego en la cocina de casa. Durante algunas jornadas, las piezas de artillería instaladas en Villarreal estaban arrojando proyectiles sobre el frente republicano para abrir paso a la lV División de Navarra que bajaba por la sierra de Espadán buscando el Mediterráneo. Lo que se cocía en la olla de la abuela no lo sé. Probablemente sería un potaje escueto de miserables verduras, nabos, acelgas, cardos, judías blancas sin tocino ni carne alguna, pero el agua del caldo era mineral y procedía de la fuente del pueblo, un manantial en el que ya abrevaron las legiones romanas, puesto que la vía Augusta pasaba por el lugar donde nací. No era Escipión el Africano el que ahora llegaba, sino el militar africanista García Valiño, del bando de los nacionales, y éste fue directamente el responsable de aquel desaguisado que sucedió en la cocina. Era mi abuela la que gobernaba aquel potaje. Tal vez lo habría probado ya de sal mientras las baterías franquistas seguían sonando con pulsiones densas y no muy lejanas. El resto de la familia, incluyéndome yo mismo, que entonces aún andaba a gatas, estaba refugiado en la despensa bajo la escalera de piedra. De pronto se oyó muy cerca el impacto de un proyectil, una de cuyas esquirlas penetró en casa, anduvo rebotando entre las paredes con un silbido confundido con los destrozos que causaba a su paso, entró en la cocina, dio de lleno en la olla hasta partirla en dos y derramar todo el caldo. La abuela, que fue respetada por la metralla, vino al refugio de la despensa, donde la tía Pura rezaba un trisagio para aplacar la ira de Dios, y desde el vano de la puerta, con su silueta en jarras, dijo: "Hoy no comemos". Y, después de un silencio selvático, comenzó a sonar en la calle el himno de Cara al sol. Las tropas nacionales, compuestas por moros y cristianos, entraron en el pueblo. La familia salió del refugio, llevándome mi madre en brazos, para saludar a los vencedores, pero la abuela se negó a vitorear a un ejército que parecía hacer una guerra con el único objetivo militar de arruinarle el potaje. Recuperar esa olla perdida ha sido para mí un ejercicio de perfección. No he pretendido en esta vida otra cosa que reconstruir filosóficamente en mi interior aquel espacio ascético, blanco y pacifista de la cocina familiar como una forma delicada del espíritu. Aquel desaguisado me ha hecho antimilitarista.
MANUEL VICENT 01/02/2004
Según me contaron años después, el día 7 de julio de 1938, en plena Guerra Civil, hacia las dos de la tarde, había una olla al fuego en la cocina de casa. Durante algunas jornadas, las piezas de artillería instaladas en Villarreal estaban arrojando proyectiles sobre el frente republicano para abrir paso a la lV División de Navarra que bajaba por la sierra de Espadán buscando el Mediterráneo. Lo que se cocía en la olla de la abuela no lo sé. Probablemente sería un potaje escueto de miserables verduras, nabos, acelgas, cardos, judías blancas sin tocino ni carne alguna, pero el agua del caldo era mineral y procedía de la fuente del pueblo, un manantial en el que ya abrevaron las legiones romanas, puesto que la vía Augusta pasaba por el lugar donde nací. No era Escipión el Africano el que ahora llegaba, sino el militar africanista García Valiño, del bando de los nacionales, y éste fue directamente el responsable de aquel desaguisado que sucedió en la cocina. Era mi abuela la que gobernaba aquel potaje. Tal vez lo habría probado ya de sal mientras las baterías franquistas seguían sonando con pulsiones densas y no muy lejanas. El resto de la familia, incluyéndome yo mismo, que entonces aún andaba a gatas, estaba refugiado en la despensa bajo la escalera de piedra. De pronto se oyó muy cerca el impacto de un proyectil, una de cuyas esquirlas penetró en casa, anduvo rebotando entre las paredes con un silbido confundido con los destrozos que causaba a su paso, entró en la cocina, dio de lleno en la olla hasta partirla en dos y derramar todo el caldo. La abuela, que fue respetada por la metralla, vino al refugio de la despensa, donde la tía Pura rezaba un trisagio para aplacar la ira de Dios, y desde el vano de la puerta, con su silueta en jarras, dijo: "Hoy no comemos". Y, después de un silencio selvático, comenzó a sonar en la calle el himno de Cara al sol. Las tropas nacionales, compuestas por moros y cristianos, entraron en el pueblo. La familia salió del refugio, llevándome mi madre en brazos, para saludar a los vencedores, pero la abuela se negó a vitorear a un ejército que parecía hacer una guerra con el único objetivo militar de arruinarle el potaje. Recuperar esa olla perdida ha sido para mí un ejercicio de perfección. No he pretendido en esta vida otra cosa que reconstruir filosóficamente en mi interior aquel espacio ascético, blanco y pacifista de la cocina familiar como una forma delicada del espíritu. Aquel desaguisado me ha hecho antimilitarista.
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