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MANUEL VICENT 23/11/2008
Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad en la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida y contarlo como si sucediera por primera vez: ésta es, a mi juicio, una regla de oro para un escritor. Así me gustaría contar la historia de Jan Krugier, coleccionista de arte. No puedo decir que fuera mi amigo, aunque me trataba con mucho afecto, más allá del interés que ponía en que le comprara un boceto a lápiz de una cabeza de mujer, según él, de una supuesta novia de Matisse, que el pintor dibujó obsesivamente hasta el final de sus días. En la trastienda de su galería de Ginebra, rodeado de cuadros de Picasso, de Cézanne y de Degas, este judío polaco, pequeño, elegante, vestido de lino blanco, me contó que él había sido un niño con el pijama a rayas en Auschwitz, donde fue fusilado dos veces sin éxito. Cuando ya se oían a lo lejos los cañones de los rusos, los nazis comenzaron a pasar por las armas de forma masiva y aleatoria contra un muro a cuantos prisioneros andaban sueltos por el campo de exterminio. La primera vez, ante el pelotón de fusilamiento el adolescente Jan Krugier cayó desmayado una fracción de segundo antes de que le alcanzaran las balas. Logró escabullirse por debajo del montón de cadáveres y se confundió entre los supervivientes que campaban por los pabellones. Cazado de nuevo en otra redada fortuita y puesto ante los fusiles de los esbirros, esta vez se tiró al suelo en el instante preciso inspirado sólo por el instinto. Su padre, que había sido también coleccionista de arte, antes de morir gaseado en el mismo campo le había dado un consejo: "Cuando estés desesperado y ya no encuentres salida, piensa en algo bello, en algo noble y el mundo se volverá a iluminar". Ante el segundo pelotón de fusilamiento Jan Krugier recordó la figura de aquella bailarina de Degas, pintada al pastel, que su padre le mostraba de niño como un tesoro. La pasión por la belleza está unida al instinto de conservación. Jan Krugier siempre pensó que sólo por ella había salvado la vida. Ahora ha muerto, puesto que de la tercera descarga de fusilería nadie sale vivo.
MANUEL VICENT 23/11/2008
Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad en la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida y contarlo como si sucediera por primera vez: ésta es, a mi juicio, una regla de oro para un escritor. Así me gustaría contar la historia de Jan Krugier, coleccionista de arte. No puedo decir que fuera mi amigo, aunque me trataba con mucho afecto, más allá del interés que ponía en que le comprara un boceto a lápiz de una cabeza de mujer, según él, de una supuesta novia de Matisse, que el pintor dibujó obsesivamente hasta el final de sus días. En la trastienda de su galería de Ginebra, rodeado de cuadros de Picasso, de Cézanne y de Degas, este judío polaco, pequeño, elegante, vestido de lino blanco, me contó que él había sido un niño con el pijama a rayas en Auschwitz, donde fue fusilado dos veces sin éxito. Cuando ya se oían a lo lejos los cañones de los rusos, los nazis comenzaron a pasar por las armas de forma masiva y aleatoria contra un muro a cuantos prisioneros andaban sueltos por el campo de exterminio. La primera vez, ante el pelotón de fusilamiento el adolescente Jan Krugier cayó desmayado una fracción de segundo antes de que le alcanzaran las balas. Logró escabullirse por debajo del montón de cadáveres y se confundió entre los supervivientes que campaban por los pabellones. Cazado de nuevo en otra redada fortuita y puesto ante los fusiles de los esbirros, esta vez se tiró al suelo en el instante preciso inspirado sólo por el instinto. Su padre, que había sido también coleccionista de arte, antes de morir gaseado en el mismo campo le había dado un consejo: "Cuando estés desesperado y ya no encuentres salida, piensa en algo bello, en algo noble y el mundo se volverá a iluminar". Ante el segundo pelotón de fusilamiento Jan Krugier recordó la figura de aquella bailarina de Degas, pintada al pastel, que su padre le mostraba de niño como un tesoro. La pasión por la belleza está unida al instinto de conservación. Jan Krugier siempre pensó que sólo por ella había salvado la vida. Ahora ha muerto, puesto que de la tercera descarga de fusilería nadie sale vivo.
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