LUZ DE VELA
14/10/2018
Los cartujos no hablan. Su regla es el silencio. Solo cuando se cruzan por el claustro encapuchados hasta las cejas, con las manos metidas en la manga contraria del hábito se les está permitido saludarse con estas palabras mirándose de soslayo. Uno dice: “Hermano, morir tenemos”. Otro contesta: “Ya lo sabemos”. Estaba yo hace unos días en la terraza de un restaurante italiano de Chamberí compartiendo con unos amigos una pasta con anchoas bajo un agradable sol de otoño tamizado por la sombrilla y en esto se me acercó una figura alta, vestida de negro, con el rostro medio embozado entre la gorra y la bufanda. No lo reconocí a primera vista, pero me saludó con una cortesía llena de euforia: “Amigo, cuánto tiempo, ya ves qué sorpresa, todavía no nos hemos muerto. De pronto me acordé que hace 50 años el pintor Cristino de Vera pronunció por primera vez una frase parecida la noche en que me fue presentado en el sótano del bar Oliver mientras alguien aporreaba el piano la canción Oh Susana.Eran las noches locas del café Gijón, de Oliver y de Carrusel, y ya entonces Cristino, llegado de Canarias, estaba obsesionado en bromear con la muerte como Hamlet con la calavera de Yorick y tal vez trataba de ahuyentarla como el niño que juega a darle patadas a un bote mientras camina. Los cuadros de Cristino de Vera parecen estar pintados a la luz amarilla parpadeante de una vela de cartujo. En sus lienzos vibra el silencio convertido en materia. La calavera reina en todos ellos entre monjes, bodegones de frutas, vasos, cogollas, tazas, rosas. Lo de más es espacio. Como un anacoreta que trata de quitarse la muerte de encima la convierte en una sombra. Humilde y luminoso como Morandi. Limpio como Luis Fernández. Al pie de la pasta con anchoas le dije a Cristino: no estoy muy seguro, pero yo diría que no hemos muerto todavía.
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