MANUEL VICENT 19/02/1995
Adondequiera que uno vaya, bajo las bombas más extrañas, en los campos de cólera más alejados, en las poblaciones más oprimidas, encuentra a jóvenes, humanitarios que ya no tienen ninguna noción de patria y que acuden allí desde cualquier punto del planeta a remediar o compartir calamidades concretas. Sólo el entendimiento de un mundo sin fronteras da sentido a su vida. Si uno los trata personalmente descubre en estos jóvenes un espíritu abierto, muy noble, que está unido al dolor ajeno pero en esos puntos apartados dónde trabajan, ellos también aman a las plantas autóctonas desconocidas y a las lagartijas propias del lugar. La sensibilidad es indivisible. En cambio, también son cada día más los jóvenes que se refugian en el lar del nacionalismo y sólo logran calentarse el alma adorando la montaña sagrada que ha presidido su existencia desde la niñez. Se supone que la humanidad entera tiene un único corazón y que éste posee los movimientos de sístole y diá,stole:. uno contrae el espíritu humano hacia los parajes íntimos de la patria y otro. lo dispersa generosamente hacia los lugares más dispares de la Tierra como la sangre va y viene por las venas. Me pregunto cuál de estos dos recorridos de la sangre está más a favor de la historia. Si uno convive con esos jovenes nacionalistas que no logran entender el mundo sin la pasión por sus raíces puede comprobar que este sentimiento se extiende -a los animales y vegetales autóctonos y que desde allí se traslada a la naturaleza en general. Para ellos, la sensibilidad también es indivisible. Un nacionalista tiene en el fondo un impulso universal que nace de la adoración de la única montaña sagrada que conoce. Lo que ahora me interesa saber es qué mochila en la espalda de estos dos ejemplares de jóvenes tiene un diseño más moderno, qué equipaje es más atractivo para un mozo de estación cuando lo lleva en la carretilla. Tal vez ese joven humanitario sin fronteras es un nacionalista que ha encontrado el amor a las verdaderas lagartijas.
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