MANUEL VICENT 06/02/1994
El viejo Satanás que aparece en la Historia Sagrada es un personaje de Walt Disney comparado con esos policías que han asesinado a toda una familia después de sacarle el dinero para pagar unas deudas de póquer. El demonio que nos habían enseñado de niños era sólo un gamberro simpático que se limitaba a pinchar el trasero de los condenados con un tenedor. Pero el mal metafísico existe. El auténtico Satanás es ese tipo achulado, con bigote y gafas negras que está tendido en bañador sobre una toalla en una playa de Pontevedra. Viene en los periódicos. El espíritu del mal ha tomado el cuerpo de ese sabueso asesino cuyo nombre propio figura en un carné de identidad corriente. Uno tiende a creer que ningún acto humano tiene importancia si se considera la relatividad del tiempo y del espacio. Veinte mil millones de años de silencio han precedido a esta brevísima cerilla encendida que es la vida y otro silencio de infinitos millones de años seguirá cuando el ínfimo resplandor de la humanidad se haya apagado. Da un poco de risa que entre estas dos eternidades de helio venga alguien cabreado o lleno de vanidad diciendo: usted no sabe con quién está hablando. La ley de la relatividad es el último tribunal que todo lo exonera. Las aspiraciones de belleza que hayan podido tener los mortales las absorberán los astros. Cualquier acto de heroísmo o de incertidumbre entrará a formar parte del éter. Todo el amor del mundo se perderá también en el espacio. Cuando esta historia de locos contada por un idiota se acabe, no se sabe si las esferas de piedra póez quedarán impregnadas por todos los sueños que experimentaron los humanos. Tal vez la bondad vuelva al seno del primer átomo, pero si el mal sobrevive a la humanidad y el infierno existe en algún lugar del universo después de todos los deseos, en ese fuego sin duda no reinará un Satanás de Walt Disney, sino un sujeto con bigote y gafas negras, con pinta de chulo de timba que seguirá matando indefinidamente para pagar sus inagotables deudas de póquer.
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