Medalla
MANUEL VICENT 21/07/1996
Los Juegos Olímpicos son una feria de muestras de la maquinaria humana donde se exhibe lo último que se lleva en músculos, tendones, fibras y cartílagos con sus nuevas prestaciones. Pese a que esos cuerpos mecánicos se hallan inoculados con toda la gloria posible, el espectáculo debe ser contemplado con mucha humildad. El campeón investido con más medallas salta menos que una pulga, es menos veloz que un conejo, levanta menos peso que un pollino y estos animales antiheroicos nunca han subido a ningún podio y tampoco presiden escudos o blasones. La gloria de los atletas hay que reducirla a sus dimensiones reales, que son las propia de nuestra miseria física. El tiempo y el espacio constituyen la cárcel más estricta donde estamos encerrados. Ensancharla en un centímetro o en una décima de segundo supone la conquista de una nueva frontera corporal, y semejante hazaña es tan difícil como explorar la estratosfera. Más allá e esa última fracción de segundo !e encuentra la nada y en ella se precipita el corredor con la lengua fuera al final de los 100 metros libres. Más allá de ese centímetro de altura que marca la barra comienza el vacío o las estrellas y hasta allí vuela el corazón del atleta con el impulso de sus piernas miserables. Se trata de conceptos metafísicos. Por eso el ganador de una medalla de oro debería ser tomado por un explorador o por un filósofo revolucionario que concede a toda la humanidad la gracia de un centímetro o de un segundo de libertad. Poder elevarse hasta Júpiter con una máquina de aluminio y tener que entrenarse agónicamente durante un año para levantarse del suelo sólo media pulgada más, poder traspasar con los sueños de la mente todas las barreras del tiempo y no ser capaces de rebajar la cota de los nueve segundos de velocidad es el caso más triste de la condición humana. Pero hay que consolarse. Siempre he creído que la belleza de esos cuerpos olímpicos estaba destinada al placer y no a la victoria. Bebamos, pues, el refresco que anuncian.
MANUEL VICENT 21/07/1996
Los Juegos Olímpicos son una feria de muestras de la maquinaria humana donde se exhibe lo último que se lleva en músculos, tendones, fibras y cartílagos con sus nuevas prestaciones. Pese a que esos cuerpos mecánicos se hallan inoculados con toda la gloria posible, el espectáculo debe ser contemplado con mucha humildad. El campeón investido con más medallas salta menos que una pulga, es menos veloz que un conejo, levanta menos peso que un pollino y estos animales antiheroicos nunca han subido a ningún podio y tampoco presiden escudos o blasones. La gloria de los atletas hay que reducirla a sus dimensiones reales, que son las propia de nuestra miseria física. El tiempo y el espacio constituyen la cárcel más estricta donde estamos encerrados. Ensancharla en un centímetro o en una décima de segundo supone la conquista de una nueva frontera corporal, y semejante hazaña es tan difícil como explorar la estratosfera. Más allá e esa última fracción de segundo !e encuentra la nada y en ella se precipita el corredor con la lengua fuera al final de los 100 metros libres. Más allá de ese centímetro de altura que marca la barra comienza el vacío o las estrellas y hasta allí vuela el corazón del atleta con el impulso de sus piernas miserables. Se trata de conceptos metafísicos. Por eso el ganador de una medalla de oro debería ser tomado por un explorador o por un filósofo revolucionario que concede a toda la humanidad la gracia de un centímetro o de un segundo de libertad. Poder elevarse hasta Júpiter con una máquina de aluminio y tener que entrenarse agónicamente durante un año para levantarse del suelo sólo media pulgada más, poder traspasar con los sueños de la mente todas las barreras del tiempo y no ser capaces de rebajar la cota de los nueve segundos de velocidad es el caso más triste de la condición humana. Pero hay que consolarse. Siempre he creído que la belleza de esos cuerpos olímpicos estaba destinada al placer y no a la victoria. Bebamos, pues, el refresco que anuncian.
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