Mano negra
MANUEL VICENT 08/01/1995
El cerebro es una olla que los poderosos cubren con un birrete, con una mitra, con una gorra de plato. Dentro de esa olla hay un laberinto y en alguno de sus infinitos bulbos coinciden los resortes de la dicha y de la ambición. No sé si los crímenes despiertan el apetito o al revés, si el placer de los sentidos alcanza toda su profundidad cuando es coronado con un asesinato. Un mismo impulso se bifurca en dos latidos: uno conduce a la santidad, otro lleva a la felonía. Siempre que veo a un poderoso con un birrete, una mitra o una gorra de plato cubriendo su laberinto, imagino que tiene en la espalda otro ser desconocido y aún más poderoso que lo domina. Detrás de los crímenes de Estado siempre hay una mano negra. Detrás de los placeres de los príncipes siempre hay una mano sonrosada. Pertenecen a un único ser. Con una mueve las marionetas, con otra toca el piano. Después de cometer un crimen político los terroristas siempre acaban comiendo mariscos en un cocedero. De la misma forma los mejores asesinatos se planean en los asadores de chuletas en las afueras entre cuatro sicarios y en presencia de una rubia de botella. Nada ha cambiado desde el veneno florentino que se guardaba bajo la amatista de los anillos y que se impartía como postre en los banquetes al pie de esculturas de Miguel Ángel. Los Borgia elevaron el veneno a la categoría de sacramento, pero no se sabe en qué momento eran más sensitivos: cuando amaban o apuñalaban. Por mucho prestigio que haya acumulado esa familia con sus crímenes, ella no era del todo responsable. Había una mano negra y otra sonrosada que conducía sus pasiones. En los crímenes de Estado es imposible tocar fondo. No hay que buscar el origen del mal en los rufianes que se mueven en la cloaca. Sino en ese punto del cerebro de los poderosos cuyo laberinto está cubierto con una pieza del uniforme. Una logia del Vaticano, la amante Julia Farnesio, un asador de Fuencarral, cuatro sicarios, la novia de un policía y unos chuletones de Ávila. La historia es la misma.
MANUEL VICENT 08/01/1995
El cerebro es una olla que los poderosos cubren con un birrete, con una mitra, con una gorra de plato. Dentro de esa olla hay un laberinto y en alguno de sus infinitos bulbos coinciden los resortes de la dicha y de la ambición. No sé si los crímenes despiertan el apetito o al revés, si el placer de los sentidos alcanza toda su profundidad cuando es coronado con un asesinato. Un mismo impulso se bifurca en dos latidos: uno conduce a la santidad, otro lleva a la felonía. Siempre que veo a un poderoso con un birrete, una mitra o una gorra de plato cubriendo su laberinto, imagino que tiene en la espalda otro ser desconocido y aún más poderoso que lo domina. Detrás de los crímenes de Estado siempre hay una mano negra. Detrás de los placeres de los príncipes siempre hay una mano sonrosada. Pertenecen a un único ser. Con una mueve las marionetas, con otra toca el piano. Después de cometer un crimen político los terroristas siempre acaban comiendo mariscos en un cocedero. De la misma forma los mejores asesinatos se planean en los asadores de chuletas en las afueras entre cuatro sicarios y en presencia de una rubia de botella. Nada ha cambiado desde el veneno florentino que se guardaba bajo la amatista de los anillos y que se impartía como postre en los banquetes al pie de esculturas de Miguel Ángel. Los Borgia elevaron el veneno a la categoría de sacramento, pero no se sabe en qué momento eran más sensitivos: cuando amaban o apuñalaban. Por mucho prestigio que haya acumulado esa familia con sus crímenes, ella no era del todo responsable. Había una mano negra y otra sonrosada que conducía sus pasiones. En los crímenes de Estado es imposible tocar fondo. No hay que buscar el origen del mal en los rufianes que se mueven en la cloaca. Sino en ese punto del cerebro de los poderosos cuyo laberinto está cubierto con una pieza del uniforme. Una logia del Vaticano, la amante Julia Farnesio, un asador de Fuencarral, cuatro sicarios, la novia de un policía y unos chuletones de Ávila. La historia es la misma.
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