MANUEL VICENT 13/08/1995
Sabía que ese caballo existía, aunque ha tardado mucho tiempo en volver. Hace diez años escribí que un caballo blanco sin jinete ni montura salió de la, niebla en una de aquellas noches cenagosas de Madrid y comenzó a galopar entre navajeros del séptimo día, mozos de cuerda vestidos con batas de cola, legionarios que jugaban a los chinos con anfetaminas sudadas en los colmados, chaperos plantados junto a los cubos de basura como el David de Donatello en versión vallecana. El caballo blanco arrancó de un tugurio de la calle Barbieri, y a la altura de Recoletos atravesó una adorable juventud que se amaba en los capós de los coches y no cesó de saltar otras vallas humanas, hasta llegar al hotel Palace, en cuyas gradas relinchó esperando que el portero con sombrero de copa le franqueara la entrada con una reverencia. El caballo blanco penetró en el vestíbulo y sólo se detuvo bajo la cúpula de maravillosos vidrios, donde le esperaba una chica de largas piernas anglosajonas. Ambos se reconocieron enseguida. Ella le acarició las crines. Tomaron una copa en el bar. Luego subieron a la habitación e hicieron el amor hasta la madrugada. Con esta letra compuso Amancio Prada una hermosa canción, y yo me olvidé del asunto, pero ahora el periódico trae la noticia de un caballo blanco sin jinete ni montura que venía galopando por la N-II hacia Madrid, en medio del enorme atasco que la libertad del propio animal había provocado. Sabía que ese caballo existía. En aquel tiempo lo imaginé como un símbolo de la soledad en una noche del sábado. Después de muchos años aquel caballo se ha hecho real. Los automovilistas, que huían de Madrid lo han visto cabalgar por la autopista hacia el interior de la ciudad vacía. Cuando estos días las calles de Madrid queden deshabitadas sobre el asfalto, sólo habrá un caballo blanco y sin jinete que se irá mirando en todos los escaparates de Serrano. Madrid será un caballo blanco, pero alguna amante quedará para dormir con él en una habitación del Palace.
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