domingo, 31 de agosto de 2008

LA FLOR DE LA PARANOIA


REPORTAJE: Cinco imágenes que cambiaron nuestra vida. - EL TERRORISTA SUICIDA
La flor de la paranoia
MANUEL VICENT 31/08/2008

El espectáculo de las Torres Gemelas derrumbándose ante el mundo entero envueltas en llamas se ha incorporado a la sustancia visual de nuestra era. Forma parte ya del catálogo de las hogueras más famosas de la historia junto con la quema del templo de Artemisa, del incendio de la biblioteca de Alejandría, de las cenizas de Constantinopla, del fuego del Reichstag, de las calabazas de Hiroshima y de Nagasaki y del napalm de Vietnam.
La fragilidad de la sociedad contemporánea va a la misma velocidad que su desarrollo
Como el virus crea el antivirus, un arma genera también la contraria. En el inicio de la historia el garrote del primate engendró la pedrada; la pedrada engendró el parapeto; el parapeto engendró la flecha incendiaria; la flecha engendró el escudo; el escudo engendró la lanza; la lanza engendró la muralla; la muralla engendró la catapulta, y así, sucesivamente, llegó el arcabuz, el fusil, la ametralladora, la trinchera, el mortero, el carro de combate, el bazuca, el cañón, el bombardero, el misil antiaéreo, el búnker y la bomba atómica. Más allá de la bomba atómica ha surgido ahora una nueva arma espontánea, imaginativa, adaptable a cada circunstancia, absolutamente diabólica y sin defensa posible. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fue la presentación ante el mundo de esta última creación de la dialéctica bélica: el suicida humano, cebado con dinamita, dispuesto a inmolarse por un ideal.
El Pentágono derruido y las Torres Gemelas ardiendo fueron visiones escatológicas que durante mucho tiempo habían alimentado la imaginación de novelistas y cineastas, pero también el corazón de miles de terroristas. Norteamérica, que no concibe la vida sin espectáculo, aquel 11 de septiembre pudo comprobar hasta qué punto eran ridículas las películas de hecatombes. Hollywood había sido humillado. La ficción atrajo a la realidad y a partir de ese momento se produjo en el mundo una síntesis nueva de la maldad humana. Al parecer la alta tecnología había acudido por fin en ayuda de los desesperados.
El Pentágono es el lugar emblemático donde el Gran Gallo de Occidente asoma la cresta de acero y las Torres Gemelas eran los dos ventrículos del capitalismo que desde una esquina de Manhattan bombeaban dinero a todo el planeta. Los símbolos de Norteamérica habían saltado por los aires y, con ellos, el orgullo de una nación y la alta seguridad que lo amparaba. Además de la catástrofe física, la herida había sido profundamente espiritual. Una parte del alma de nuestra civilización quedó también bajo los cascotes y en la zona cero comenzó a crecer una enredadera que ha terminado por cubrir todo el planeta. La flor que echa esa planta es muy venenosa. Se llama paranoia.
Según la biología, un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo. Esta regla es aplicable a la sociedad contemporánea cuya fragilidad va a la misma velocidad que su desarrollo, de modo que está a punto de llegar el día en que el mundo occidental dependa de un solo fusible a merced de la mano de un fundamentalista que apague la luz y nos mande a la Edad Media a comer higos chumbos. Cada vez va a ser más difícil llevar una vida dulce cerca de la gente humillada y mucho más ahora en que han hecho síntesis el odio y la química, la miseria y la electrónica, la pobreza y la crueldad, el fanatismo y la informática, la injusticia y la dinamita. En el subconsciente colectivo comienza a germinar como una pesadilla la cabeza nuclear de fabricación casera o el barril repleto de virus terroríficos que pueden ser arrojados sobre cualquier ciudad por un iluminado al que han prometido el reino de los cielos.
Ahora en los aeropuertos ordenan que te quites el calzado como si fueras a entrar en una mezquita. Te pasan el escáner por los genitales. Cualquier agente armado tiene poder para ponerte desnudo boca abajo sin que se atreva nadie a rechistar. En cualquier aduana o puesto fronterizo uno es juzgado de forma perentoria y sumarísima sólo por el rostro. Bastará con que seas moreno, con bigotón y de pelo rizado, o desafíes con la mirada al guardia o sonrías irónicamente al ser palpado para que te veas sentenciado. Pero no sólo se erigen en jueces los guardias jurados. También los propios vecinos de escalera o de barrio analizan a simple vista tu calaña envenenados por la paranoia que siguió a la hecatombe de las Torres Gemelas y desde el 11 de septiembre de 2001 existe además la obligación de mirarse en el espejo cada mañana en el cuarto de baño y juzgarse uno también a sí mismo antes de salir a la calle.
Mientras tanto, la dialéctica bélica continúa su marcha. Frente al suicida concreto, adornado con un cinturón de dinamita, se ha creado la figura del terrorismo abstracto, universal, que está en todas partes y en ninguna. Sobre ese fantasma caen ahora a ciegas las bombas de racimo.

domingo, 24 de agosto de 2008

LA GRAN INVASIÓN

REPORTAJE: Cinco imágenes que cambiaron nuestra vida - CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN
La gran invasión
MANUEL VICENT 24/08/2008

Sin que ningún cabeza de huevo, analista político o sociólogo de guardia lo anunciara siquiera tres días antes, la noche del 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. Después de 28 años, aquel costurón de cemento pintarrajeado con signos neuróticos fue derribado y comenzó a ser vendido como turrón a los turistas. Algunos vestíbulos de grandes bancos y empresas multinacionales se adornaron con fragmentos del muro en forma de esculturas, los intelectuales ensartaron algún cascote como emblema de la libertad en sus librerías y muchos de estos pedruscos se exhibieron sobre un terciopelo, compartiendo la seducción de las esmeraldas, en las vitrinas de las joyerías de la Kudam donde se reflejaban las prostitutas de superlujo y seres guapísimos de la terraza del café Möritz.
Por los primeros boquetes penetraron sin resistencia largas cuerdas de mendigos
El domingo 1 de julio de 1990, el Check Charlie Point fue allanado por las autoridades para que pudieran cruzar oficialmente los berlineses a uno y otro lado. Aquel día se produjo el hecho que durante la guerra fría tanto se temía: las tropas del Pacto de Varsovia comenzaron a invadir la Europa capitalista. A través de los primeros boquetes del muro, penetraron sin resistencia en Berlín Occidental largas cuerdas de mendigos rumanos, búlgaros y polacos a pedir limosna a los elegantes caballeros que salían de la Filarmónica y a las exquisitas damas de Charlottenburg que tomaban tartas de manzana. De noche, este ejército dormía en infames cajas de cartón o en carromatos de zíngaro. Era la primera avanzadilla. La gran invasión había comenzado.
En medio de una gran explosión de lujo, nuevas oleadas de pobres llegados de otros países del Este, que no habían conocido la libertad de comercio, levantaron tenderetes en la Puerta de Brandeburgo para vender cascotes del muro pintados de rojo, verde y azul junto con las cabezas degradadas de Lenin y de Stalin, y las gorras, estrellas y medallas de militares soviéticos a precio de saldo. Ese domingo, la casa Mercedes abrió distintas salas de exposiciones para que los berlineses del Este, que habían visto brillar durante años la estrella del coche en lo alto de un rascacielos como estandarte del capitalismo, pudieran acercarse con sus zapatones de plástico a acariciar la chapa de esas máquinas soñadas. Lo hacían como si fuera la piel de una amante mucho tiempo esquiva, dispuesta ahora a entregarse.
La invasión de las tropas del Pacto de Varsovia se extendió muy pronto por el resto de Europa sin otro gesto hostil que el hecho de bajar la cabeza. Lentamente, los túneles de las ciudades de Occidente, los jardines públicos y las escalinatas de los monumentos se convirtieron en deprimidos cuarteles de un ejército cuyos soldados tocaban el acordeón melancólico en la entrada de los supermercados o formaban orquestinas de viento con el sombrero de fieltro marrón hasta las orejas y un plato en los pies en las calles peatonales. La pobreza del Este había formado un solo río con diversos brazos que vertía su caudal en el espacio mantecoso de la Comunidad Europea, donde todo el firmamento era un tocino de cielo. Al principio traían la humildad de los mendicantes, pero mucha gente ya temía que cada uno de sus estómagos vacíos pudiera convertirse muy pronto en una bomba de espoleta retardada.
Muchos de estos invasores eran extremadamente cultos y se pusieron a servir en las casas como criados. En España, la chica polaca se colocaba los cascos para escuchar La muerte y la doncella, de Schubert, mientras fregaba los platos en la cocina. En ese momento, su señora estaba viendo un programa infecto de televisión en el que una golfa impresentable cobraría veinte millones por contar la tremenda paliza que le había propiciado su novio. El marido de la criada era ingeniero aeronáutico por la politécnica de Varsovia. Trabajaba para un millonario analfabeto de Somosaguas, que lo utilizaba de jardinero y mecánico, y también para pasear al perro. Hablaba cuatro idiomas y, si bien adoraba el alemán de Hermann Hesse, ahora estaba perfeccionando el castellano con los cuentos de Borges, que leía al volante del coche cuando su señorito, un distribuidor mayorista de tripas de res, lo dejaba esperando en segunda fila las tres horas que dedicaba a jugar al mus en una tasca con los amigos.
Primero fueron los mendigos, después los criados ilustrados, luego las prostitutas y las mafias; a éstas siguió una leva de mano de obra barata muy competente y servicial. Con la caída del muro se esfumó el enemigo comunista, pero las tropas del Pacto de Varsovia dejaron instalado en el seno de Occidente este principio revolucionario: a partir de ahora serán los trabajadores los que se explotarán a sí mismos, sin que el patrón intervenga, en la brutal batalla por un puesto de trabajo. Los rusos blancos que huyeron de la revolución soviética de 1917 acabaron en su día con todas las ostras de París. Los intelectuales agoreros se preguntan si habrá ostras para todos los nuevos esclavos.

domingo, 17 de agosto de 2008

EL CRISTAL ANTIBALAS...


REPORTAJE: CINCO IMÁGENES QUE CAMBIARON NUESTRA VIDA... El cristal antibalas
Wojtyla en concierto
MANUEL VICENT 17/08/2008

El papa Juan XXIII suprimió la silla gestatoria porque estaba muy gordo y creía que su peso no se correspondía con el exiguo estipendio que cobraban sus costaleros. Pudo haberles subido el sueldo, pero prefirió bajarse él de la peana. Juan XXIII fue el primer Papa que caminó con las manos en la espalda entre las hortensias y los rododendros del jardín del Vaticano con la misma actitud del campesino que observa las alcachofas de la huerta. Tenía 77 años cuando en 1958 accedió al papado. Los cardenales pensaron que sería un hombre de transición, pero Juan XXIII tenía una rareza: era un papa que creía en Dios. Y a causa de esta gracia estuvo a punto de hundir a la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II los templos se llenaron de guitarras, el latín fue descabalgado de la liturgia, con lo cual los fieles comenzaron a entender lo que se mascullaba en el altar. En la mayoría de los casos se trataba de preces muy vulgares, sin aliento místico ni siquiera poético. Juan XXIII murió en 1963 después de desmontar el caparazón de oro de la Iglesia y dejar las sacristías infiltradas de marxistas.
Cumplió la doble misión que le encargaron a medias el Pentágono y el Espíritu Santo
Vino a poner orden un intelectual dubitativo, Pablo VI, que tenía el don de angustiarse en público. Mediante distinciones escolásticas muy sutiles logró que el diálogo entre cristianos y marxistas se estabilizara en el sexo de los ángeles. Después llegó el papa Luciani, en 1978, a quien le costó muy caro no haber sabido disimular su espanto al descubrir las cuentas e inversiones del Vaticano. Pocos días después de su elección se encontró de repente en presencia de Dios, gracias a un té con leche muy cargado.
Vistas las cosas que pasaban, esta vez a la hora de elegir a su sucesor, el Espíritu Santo consultó con la CIA y con el Pentágono antes de inspirar a los cardenales. En Washington le susurraron al oído que tenían preparado a un polaco, anticomunista visceral, para un alto destino. Era el Papa que necesitaba el Occidente. El 16 de octubre de 1978 fue elegido Wojtyla en la segunda votación, un hombre fuerte, de 57 años, que había sido actor en su juventud, trabajador en una fábrica, con una novia gaseada en un campo de concentración nazi. En ese momento los obreros de Polonia estaban a un punto de la rebelión. Las manifestaciones de protesta iban presididas por enormes imágenes de Wojtyla y de la Virgen María, que se reflejaban en las gafas negras del general Jaruzelski. La alta misión espiritual a la que fue llamado este Papa consistía en dar con un martillo de plata obsesivamente a un tabique deteriorado del imperio soviético cuya grieta pasaba por Cracovia. Si lograba partirlo, todo el tinglado se vendría abajo. Wojtyla comenzó a darle con el martillo y, de pronto, se acabó la historia, según Fukuyama.
Que la jugada era arriesgada se supo poco después cuando el KGB le mandó unas cartas credenciales al pontífice. El turco Mehmet Ali Agca en plena plaza de San Pedro lo baleó directamente en el estómago en medio de un revuelto de seglares y monjas que rodeaba su coche descapotado. Fue el 13 de mayo de 1981. La conexión búlgara tenía ramificaciones lejanas, muy misteriosas, puesto que el mismo día, un año después, en el santuario de Fátima, en lugar de aparecérsele la Virgen, se le acercó un sacerdote dispuesto a asestarle en el costado un cuchillo de cortar jamón.
A partir de entonces la fe dio un salto cualitativo: Dios también necesitaba guardaespaldas. La imagen de Wojtyla impartiendo amor divino a todo mundo dentro de una urna de cristal antibalas fue un arquetipo del final del siglo XX. El proyectil de Ali Agca le complicó el organismo, pero Wojtyla nunca olvidaría que de joven quiso ser actor. El encuentro con su frustrado asesino en la cárcel de Regina Coeli no lo hubiera mejorado Bertold Brecht. Tenía además a su disposición todo el boato de la liturgia con 2.000 años de experiencia. La sacristía de la basílica de Roma estaba llena de vestiduras de oro, terciopelos, sedas y damascos, a los que ahora había que añadir chalecos antibalas de Armani, muy flexibles. Ningún espectáculo mundial disponía de un atrezo semejante. Para que la Iglesia recuperara su antiguo esplendor se requería que entraran en acción las masas. Wojtyla se encargó de darles un aire de grandes conciertos de rock a las manifestaciones religiosas donde él oficiaba de Gran Mono Blanco de la tribu. Al final, con el cuerpo maltrecho, envuelto en un caparazón de oro, este actor representó su propia agonía ante el mundo y a su muerte dejó al catolicismo recargado con la electricidad estática que generan siempre las concentraciones fanatizadas, inoculándole el carácter de una gran secta planetaria. Wojtyla había cumplido la doble misión que le habían encargado a medias el Pentágono y el Espíritu Santo.

domingo, 10 de agosto de 2008

2. ADIÓS A LA TIERRA

REPORTAJE: CINCO IMÁGENES QUE CAMBIARON NUESTRA VIDA - Metales inteligentes
2. Adiós a la Tierra
MANUEL VICENT 10/08/2008

El 17 de febrero de 1600, en Campo dei Fiori de Roma, los servidores del Santo Oficio descargaron un carro de leña a media mañana para preparar la hoguera donde iba a arder Giordano Bruno, condenado por blasfemia, herejía e inmoralidad. Todo lo que había dicho este filósofo en su cátedra para merecer el fuego había sido que la Tierra ya estaba en el Cielo, puesto que navegaba por el espacio. En la tolerante ciudad de Venecia se creía a salvo, pero fue juzgado por la Inquisición, encerrado en las mazmorras del Vaticano durante siete años y finalmente entregado por el papa Clemente VIII al brazo secular para que lo mandara al infierno, puesto que no se retractaba. Lo que no sabía Giordano Bruno es que la tierra navega por el espacio a treinta kilómetros por segundo, una velocidad pareja al fanatismo y a la maldad de algunos hombres, como sabe cualquiera en nuestros días.
La imagen de nuestro planeta vista desde fuera ha revolucionado la conciencia humana.
Cuando las cenizas de Bruno fueron aventadas, Galileo tomó su relevo en el excitante enigma de los astros. Uno de sus primeros trabajos consistió en perfeccionar el telescopio holandés y cuando consiguió una lente de veinte aumentos convocó al Consejo de Venecia en la cima del campanile de San Marcos y la enfocó hacia la luna para mostrar a los clérigos y prebostes civiles los accidentes geológicos que había en su superficie. Este descubrimiento echó abajo la teoría física aristotélica que consideraba los astros como esferas celestes, puras, perfectas e inmutables. Galileo fue condenado a la hoguera y sólo un falso arrepentimiento de última hora le libró de convertirse también en un excelente asado.
Durante la Edad Media todo lo que se conocía del hombre se sabía a través de Dios, centro del Universo, pero en el Renacimiento el hombre ocupó su trono. El humanismo volvió la mirada a la antigua Grecia. El Pantocrator de las iglesias bizantinas fue sustituido por el David de Miguel Angel, los científicos comenzaron a enfrentar los experimentos a los dogmas y los astrónomos por su parte ensancharon el concepto del universo cada vez más profundo y misterioso. El impulso del humanismo duró varios siglos, hasta que finalmente una máquina rompió la atracción de la Tierra y puso al hombre a flotar por el espacio con los mismos movimientos neumáticos del feto en una nueva placenta.
La carrera espacial de rusos y norteamericanos no era sino la fuerza centrífuga de la humanidad, que de forma ciega la impulsaba a abandonar el vientre de la madre. La llegada del hombre a la luna el 20 de julio de 1969 fue realmente otro Renacimiento. La huella de Neil Armstrong sobre el polvo lunar era la señal que marcaba el inicio del fin de la naturaleza carbónica del hombre. El humanismo había terminado. A partir de esa bota de astronauta los metales comenzarían a ser inteligentes. Los replicantes estaban al llegar. Las naves que ardían más allá de Orión eran los reflejos de la hoguera de Giornano Bruno, que en forma de rayos T iban a alcanzar muy pronto la puerta de Tannhäuser.
La imagen de la Tierra vista desde fuera como un ente extraño ha revolucionado la conciencia humana. Somos pasajeros de una nave que navega por el espacio sometida a unas leyes inexorables del universo. Alrededor de la Tierra flotan ahora 6.500 instrumentos metálicos, algunos de los cuales aun son humanos vestidos de amianto. Desde la órbita terrestre preparan nuestro futuro hogar en otros planetas, pero alguno de estos metales inteligentes está destinado a vigilar todavía nuestros pensamientos y son capaces de contar los pelos que cada uno de nosotros tiene en el fondo de la nariz, muy cerca del cerebro. Desde esa altura la humanidad es sólo una aventura bioquímica que se mueve sobre una película infinitesimal de la superficie de la Tierra, que ha brotado en su piel como un eczema. Por otra parte nuestra soledad es absoluta. La estrella más próxima de nuestra galaxia está a cuatro años luz, pero en nuestra mente existen miles de millones de planetas donde los monstruos de la vida son nuestros congéneres hermanados en la química universal.
Después de ver la Tierra en una visión extracorpórea la conciencia colectiva ha generado una nueva forma de pensar. Nada que no sea global, planetario y universal tiene ya sentido. Todos los sueños de la humanidad se disparan hacia las galaxias y al mismo tiempo han instalado en el fondo de nuestro cerebro un principio insoslayable: en esta nave o nos salvamos todos o perecemos todos. Este pensamiento nuevo, que se deduce de la cosmonáutica, podría convertir a esta nave, dentro de la atmósfera, junto con los animales, bosques, mares, ríos y montes una categoría metafísica, de modo que la Tierra recobraría la idea de perfección con que Aristóteles dotaba a las esferas celestes. Todo empezó en el Campo dei Fiori de Roma donde ardió un profeta de los astros.

domingo, 3 de agosto de 2008

1. EL FILME DE ZAPRUDER

REPORTAJE: CINCO IMÁGENES QUE CAMBIARON NUESTRA VIDA - LLEGA EL ESPEJO UNIVERSAL
1. El filme de Zapruder

MANUEL VICENT 03/08/2008

El 22 de noviembre de 1963, a las 12.30, el industrial textilero de ropa femenina Abraham Zapruder se hallaba encaramado en un pilar junto a la pérgola de la plaza Dealey, en Dallas, con una cámara Bell & Howell de 8 milímetros, modelo 414. Este hombre había nacido en la ciudad de Kovel en Ucrania, en el seno de una familia ruso-judía. En 1920 emigró a Estados Unidos, se asentó en Brooklyn y en 1941 se mudó a Dallas. Primero cortaba patrones diseñados en una industria de confección hasta que logró crear su propia compañía, cuyas oficinas estaban situadas cerca del Texas School Book Depository, donde se supone que había un sujeto armado con un rifle de mira telescópica, marca Mannlicher, de mecanismo manual, apostado en el alféizar de una ventana de la cuarta planta.
La cámara captó el disparo mortal en la cabeza del presidente Kennedy
Abraham Zapruder usaba la cámara de cine para filmar a sus empleados. Esa clase de tomavistas hasta entonces se alimentaba de bodas, barbacoas, fiestas de aniversario, escenas en el columpio del jardín y perros revolcándose con niños supervitaminados en la pradera. Era la época en que estos aparatos eran todavía inocentes. Aquella mañana de noviembre de 1963, la caravana con el presidente Kennedy y su esposa a bordo de un Lincoln 61 estaba a punto de doblar por Olm Street y entrar en la plaza. Con el ojo pegado al visor, este cineasta aficionado siguió al vehículo, que avanzaba a 25 kilómetros por hora, y hubo un momento en que el presidente bajó la mano y su cabeza hizo un giro rápido. Un segundo después un letrero obstaculizó la toma y cuando reapareció Kennedy ya tenía una mano en el cuello. La cámara de Zapruder captó el disparo mortal en la cabeza del presidente con la salida de la masa encefálica, el hueso del cráneo y la ráfaga de sangre. Fueron tres disparos ejecutados en ocho segundos y medio. La cámara de Zapruder descubrió también a un hombre con un paraguas abierto en un día de sol situado en una colina próxima haciendo señales, a otro tipo de aspecto hispano con el brazo levantado todo el tiempo y a una dama con una cámara Yashica tomando la escena desde otro ángulo, pero ni el sujeto del paraguas, ni el hombre del brazo en alto ni la mujer y su material filmado nunca han sido encontrados.
Ninguna película del Hollywood ha sido nunca tan visionada, analizada, discutida y analizada hasta el fondo de cada fotograma. Ninguna ha contado una historia tan grande con sólo 16 segundos de filmación. El precio de este filme fue valorado en 16 millones de dólares, un millón por segundo. Abraham Zapruder murió de cáncer en 1970 después de inaugurar una nueva época.
Aquel 22 de noviembre de 1963 se acabaron los sueños. Empezaba la nueva era que ha marcado a las sucesivas generaciones. No me refiero a que la muerte del presidente Kennedy marcara el final de una utopía política, sino la entrada en la historia del videoaficionado, un personaje invisible, que a partir de aquel hito estelar se ha ido apoderando del planeta para estar en todas partes y en ninguna. A partir del asesinato de Kennedy ya no irán los fotógrafos buscando la noticia. Serán los sucesos los que irán en busca de las cámaras, y al mismo tiempo todas las personas anónimas que pueblan las ciudades del mundo se convertirán en figurantes. Verás salir de la iglesia a unos recién casados, a los invitados echando arroz a los novios, a la pareja subiendo a una limusina orlada con cintas, globos y cascabeles y a uno de los cuñados grabando el feliz acontecimiento con un vídeo. Sin darse cuenta, este aficionado también habrá tomado con la cámara el atraco que ese momento se estaba produciendo en la licorería de la esquina. Sobre la hamaca de una playa de Sumatra habrá un turista grabando la sonrisa feliz de su novia en biquini con un coco en la mano cuando, de pronto, en la misma toma se verá avanzar una ola gigantesca del mar que se va a tragar a medio millón de personas.
El señor Zapruder se ha reproducido en progresión geométrica. Hoy sus descendientes van con el móvil cargado como un arma con capacidad para grabar toda clase de escenas en directo y mandarlas a Internet con sólo darle a un botón, de modo que vaya usted donde vaya, se halle dentro o fuera de la ley, tiene que saber que su rostro pertenece al universo. Todos los habitantes de este planeta somos ya actores. Al fin y al cabo, el filme de Zapruder resultó ser también sólo una ficción. Nadie sabe todavía quién mató a Kennedy, pero sus 16 segundos de filmación inauguraron la era del espejo universal donde todo el mundo se refleja al mismo tiempo, como víctima o como asesino.