domingo, 21 de junio de 2020

BARRICADA

BARRICADA
21/06/2020

Un día como hoy, 21 de junio, en culturas muy distintas desde la antigüedad se celebraba el solsticio de verano con un rito idéntico. Se construía un muñeco, que representaba a la muerte, se le engalanaba con cintas de colores y otros perifollos, lo llevaban en procesión a lo alto de un monte o a la playa y, allí, después de despojarlo de todos los adornos, lo despeñaban por un precipicio o dejaban que se ahogara en el mar. Era la forma exorcista de sacudirse la muerte de encima. Esta ceremonia en los países nórdicos se acompañaba con la tala de un abeto por cuyo tronco desnudo en medio de la plaza los jóvenes trepaban para recoger de lo alto aquellas cintas de colores con que había sido adornado y las entregaban a las muchachas coronadas de flores. Después de varios meses de confinamiento a causa de la peste se abrirá hoy la puerta de nuestra mente para enfrentarse al desafío orgiástico del verano. En nuestra cultura mediterránea este solsticio se celebra con hogueras, y en la noche de San Juan alrededor de las llamas se formulan deseos y se establece toda clase de sueños. También esta vez habrá bailes, canciones y guirnaldas; en la ronda del fuego bajo las estrellas germinarán primeros amores y habrá nostalgias de otros que se perdieron, pero en el solsticio de este año la ruidosa alegría aparecerá sobrevolada por la sombra de la guadaña. Nunca como en esa noche el placer estará tan unido a la muerte real, no en forma de muñeco simbólico, porque las cenizas de esas hogueras nos recordarán a las de nuestros muertos. Puede que el coronavirus nos obligue a vivir un verano a la antigua usanza. Una hamaca, la sombra de una parra, un buen libro, una bicicleta, alguna copa con un pequeño círculo de amigos de confianza formarán una barricada a la espera de que en la playa, entre el cuerpo y las olas, la muerte se ahogue de una vez en el mar.

domingo, 14 de junio de 2020

APAGÓN

APAGÓN
14/06/2020

La ciencia y la tecnología son capaces de lanzar un artefacto más allá de Plutón, fuera del sistema solar, pero el arte y la literatura ni siquiera han logrado subir un peldaño desde los tiempos de Homero, de Sófocles, de Sócrates, de Safo, de Virgilio y de Horacio, cuyo refinamiento no ha sido superado. De hecho, vivimos todavía de la herencia de sus conquistas del espíritu expresadas en poemas, en teatro y en pensamiento. A lo largo de la historia la estética ha sido compatible con la crueldad más abominable, de modo que es posible imaginar a Virgilio y a Horacio departiendo por la vía Apia sobre la cadencia métrica del hexámetro sin que les importara que en las veredas del camino hubiera esclavos crucificados a merced de las aves carroñeras y a Dante Alighieri enhebrando tercetos áureos en medio de la peste de Florencia. Se tiene por cierto que las guerras y hecatombes de la humanidad impulsan el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, pero ninguna gran tragedia ha servido para refinar la sensibilidad humana servidora del arte. Los sociólogos se preguntan si vamos a salir mejores de esta pandemia. Si se tiene en cuenta que en la evolución del espíritu el ser humano es un mono todavía a medio cocer, tal vez del coronavirus saldremos mucho más técnicos, pero igual de egoístas, idiotas, generosos, torpes, perplejos, crueles y piadosos. Sin duda, a raíz de este apagón planetario la técnica digital le habrá doblado el codo de una vez al mundo analógico y la vida humana comenzará a funcionar definitivamente como una aventura virtual. Pero si un día a causa de un ataque diabólico se produjera el colapso definitivo de las redes, la ciencia y la tecnología quedarían anuladas y puede que entonces en medio de la oscuridad tuviera que levantar la voz un ciego declamando: canta, musa, la cólera de Aquiles, para empezar la historia de nuevo por Homero.

sábado, 6 de junio de 2020

TODO LLENO

TODO LLENO
07/06/2020

“Yo soy multitud” —decía Walt Whitman. Pues bien, antes de que llegara un virus maléfico a poner a cada individuo en su sitio, adondequiera que fueras esa multitud ya estaba allí ocupando todo el territorio. Si intentabas subir al Everest lo encontrabas abarrotado; si querías contemplar La Gioconda en el Louvre había una barra compacta de cogotes chinos y japoneses delante; si te había dado una peritonitis aguda debías guardar la vez en el pasillo de la sala de urgencias tumbado en la camilla; si sacabas un pasaje con sobreprecio para una playa desierta, al llegar no había forma de plantar la sombrilla si no era en el ombligo del vecino; si en un restaurante de moda estabas despachando a gusto una lubina tenías a otro comensal impaciente de pie junto a tu mesa esperando a que terminaras; si te apetecía tomar una cerveza tenías que tomar primero por asalto una terraza; si soñabas con asistir a un concierto en un estadio donde actuaba tu héroe había que sacar las entradas un año antes. La sensación de lleno lo ocupaba todo, trenes, aviones, cruceros, autopistas, discotecas, vertederos, depósitos de cadáveres e incluso en la puerta del infierno se había colocado el cartel de no hay billetes. La cola larga o corta era paradigma del éxito o del fracaso. De hecho, la humanidad se había convertido en una masa gelatinosa que se amoldaba a cualquier ámbito físico hasta llenarlo con su inevitable hedor a cabrío. El tiempo y el espacio eran dos conceptos estúpidos de la realidad que la cultura tenía la obligación de anular. Dijo Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”, pero ha venido un virus a demostrar que esa medida áurea son dos metros de distancia entre las personas, un espacio en el que la muerte juega a los dados. Sacudirse de encima esa clase de humanidad chotuna y pegajosa es la última forma que tiene el espíritu de salvarse.