sábado, 14 de junio de 2008

NUEVA YORK

Nueva York
MANUEL VICENT 10/10/1999

En una escalinata de mármol del Trade World Center de Nueva York estaba sentado un mendigo con un perro igual de sarnoso a sus pies. No era fácil escrutar su rostro. Para eso había que atravesar primero diversas capas de herrumbre que lo impregnaban por completo. El mendigo era aquello tal vez humano que restaba en el fondo, donde a pesar de todo, aún le brillaba la mirada viva como una brasa. Este mendigo no le había arrancado los ojos a su perro. Muchos lo hacen para que el animal no los abandone. Sólo por esta causa eché 50 centavos en su plato. Los mendigos son unos seres extraños que en muchos casos han llegado a lo más bajo de la degradación por un exceso de sensibilidad: no han podido soportar una desgracia familiar, no han sabido resistir un desengaño amoroso; pero no los admiro por eso, sino porque no hay un pordiosero en la tierra que no sea elegante. Si se trata, como en este caso, de un mendigo neoyorquino con toda su miseria erigida en el corazón de Wall Street, lo que significa haber alcanzado la cumbre en su ramo, mi devoción es absoluta. Cuando me acerqué a darle la limosna, oyendo que yo hablaba castellano y lo miraba como un hermano, el mendigo me dijo que era puertorriqueño. Aproveché la mutua corriente de simpatía para preguntarle de forma inconsciente como un turista si conocía un buen restaurante por la zona. Me dí cuenta al instante de mi torpeza, tal vez de mi cinismo. ¿Cómo había osado preguntar a un mendigo por un restaurante de cinco tenedores? Él lo tomó como algo natural, pero consultó con un colega que parecía aún más miserable. Eh, John ¿qué buen sitio para comer le podríamos recomendar a este amigo? Después de dudar entre varios lugares con platos acreditados la pareja de mendigos se puso de acuerdo en aconsejarme el restaurante del Hilton Milenium a la sombra de las Torres Gemelas. No había ironía alguna en su respuesta. Sabían muy bien lo que decían, aunque ellos no entraban nunca en los elegantes restaurantes de Wall Street por la puerta principal como los brokers. Los tenían clasificado por la alta calidad de sus desperdicios que aparecían a determinada hora en los cubos de basura de los callejones traseros junto con el pestilente rebufo de las cocinas. Si los cuellos de pollo eran exquisitos ¿qué no serían las pechugas? El mendigo sacó del fondo de sus harapos el reverso de la Guía Michelín.

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