Playetas
MANUEL VICENT 18/08/1996
A la sombra del porche ojeo un álbum de viejas fotografías, y en una de ellas me descubro con unos amigos de excursión en las playetas de Bellver, en Oropesa, un incierto verano al final de los años cincuenta cuando este paraje, era todavía una cala desierta que servía de refugio a los primeros novios motorizados con la vespa o el seiscientos. En el instante de la foto estaba pasando un tren y nosotros teníamos la fiambrera abierta. La gracia de este lugar consistía únicamente en su absoluta soledad, pero de repente el tren emergía del seno de la montaña y sorprendía a alguna pareja de enamorados en plena tarea, y desde las ventanillas muchos pasajeros gritaban: ¡Sinvergüenzas! ¡Cochinos! Estos insultos, lejos de perderse velozmente en el horizonte, se establecían como una granizada un buen rato sobre los cuerpos abrazados puesto que entonces las máquinas eran de vapor. Con el tiempo ese rincón fue parcelado y vendido a los nuevos ricos de los años sesenta, azulejeros, exportadores, dentistas, concesionarios. Todo ha cambiado en la cala de Bellver excepto la vía del ferrocarril. Ahora otros trenes muy veloces cruzan por el mismo terraplén sobre las cabezas de los propietarios de las villas que durante la comida se ven obligados a sujetar los platos en la mesa para que la trepidación del convoy no los tire al suelo y por la noche tienen que cerrar las ventanas para que los mercancías de 40 vagones no entren en el dormitorio. A pesar de eso allí José María Aznar se ríe. ¿Por qué se reirá tanto este hombre? Desde que es presidente del Gobierno no ha parado de reír. Primero se pellizca el lóbulo de la oreja, luego se rasca levemente la mejilla, después se acaricia la alianza o los gemelos y al final se ríe. Imagino al presidente del Gobierno riendo agarrado al tazón del gazpacho cuando pasa el tren por las playetas de Oropesa y esta imagen se superpone a la vieja fotografía del álbum cuando esa cala desierta sólo era el refugio de nuestros amores de verano bajo los insultos de los viajeros que se perdían en la lejanía.
MANUEL VICENT 18/08/1996
A la sombra del porche ojeo un álbum de viejas fotografías, y en una de ellas me descubro con unos amigos de excursión en las playetas de Bellver, en Oropesa, un incierto verano al final de los años cincuenta cuando este paraje, era todavía una cala desierta que servía de refugio a los primeros novios motorizados con la vespa o el seiscientos. En el instante de la foto estaba pasando un tren y nosotros teníamos la fiambrera abierta. La gracia de este lugar consistía únicamente en su absoluta soledad, pero de repente el tren emergía del seno de la montaña y sorprendía a alguna pareja de enamorados en plena tarea, y desde las ventanillas muchos pasajeros gritaban: ¡Sinvergüenzas! ¡Cochinos! Estos insultos, lejos de perderse velozmente en el horizonte, se establecían como una granizada un buen rato sobre los cuerpos abrazados puesto que entonces las máquinas eran de vapor. Con el tiempo ese rincón fue parcelado y vendido a los nuevos ricos de los años sesenta, azulejeros, exportadores, dentistas, concesionarios. Todo ha cambiado en la cala de Bellver excepto la vía del ferrocarril. Ahora otros trenes muy veloces cruzan por el mismo terraplén sobre las cabezas de los propietarios de las villas que durante la comida se ven obligados a sujetar los platos en la mesa para que la trepidación del convoy no los tire al suelo y por la noche tienen que cerrar las ventanas para que los mercancías de 40 vagones no entren en el dormitorio. A pesar de eso allí José María Aznar se ríe. ¿Por qué se reirá tanto este hombre? Desde que es presidente del Gobierno no ha parado de reír. Primero se pellizca el lóbulo de la oreja, luego se rasca levemente la mejilla, después se acaricia la alianza o los gemelos y al final se ríe. Imagino al presidente del Gobierno riendo agarrado al tazón del gazpacho cuando pasa el tren por las playetas de Oropesa y esta imagen se superpone a la vieja fotografía del álbum cuando esa cala desierta sólo era el refugio de nuestros amores de verano bajo los insultos de los viajeros que se perdían en la lejanía.
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