Felices
MANUEL VICENT 25/08/1996
Es muy difícil ser feliz sin hacer el ridículo. En cuanto bajas un poco la guardia te ves al pie de una barbacoa asando costillas para unos invitados y sonriendo en plan californiano con la dentadura postiza, perfecta como el teclado de una pianola. En California los niños de padres felices nacen ya bronceados, del mismo modo que en el Bronx de Nueva York se engendran hijos que vienen al mundo ya tatuados con cristos, serpientes o rostros de Marilyn. Constituyen un peligro mundial las piscinas mentoladas de Malibú y las risas nocturnas que brotan allí en el agua emergiendo de unos cuerpos moldeados, plastificados, cortados por la línea de puntos en las clínicas de cirugía estética o planificados en el gimnasio que se ofrecen a la humanidad como paradigmas de carne. Playas, tumbonas, palmeras, colinas de césped segado, masajes, trampolines, cremas, toallas, dietas, deportes acuáticos, tonos pastel, protección solar máxima, espejos de cloro que reflejan los desnudos del solario: esta iconografía californiana que ha pintado el británico David Hockney es la última forma de terror: expresa la necesidad moderna de parecer feliz a toda costa. Debido a esta dictadura hoy nadie se atreve a aburrirse y menos a confesarlo. El verano actual pertenece también a la cultura americana. Te obliga a simular un grado de dicha y de repente te ves abocado a asar chuletas y chorizos en la barbacoa para unos invitados, mientras se zambullen en la piscina con grandes. carcajadas nocturnas, tipo Santa Mónica. De los veranos antiguos recuerdo su tedio profundo, que era, aromático como un melocotón a punto de pudrirse. Frente a esta felicidad californiana aquel tedio se establecía como una frontera interior que debías conquistar bajo la crueldad de la canícula, pero no existía ningún reto de belleza, ningún simulacro corporal, ninguna ansiedad por ser joven. El aburrimiento del verano te iba calando hasta que todo tu cuerpo se convertía en naturaleza y nadie se avergonzaba de no ser feliz. Simplemente éramos todavía mediterráneos.
MANUEL VICENT 25/08/1996
Es muy difícil ser feliz sin hacer el ridículo. En cuanto bajas un poco la guardia te ves al pie de una barbacoa asando costillas para unos invitados y sonriendo en plan californiano con la dentadura postiza, perfecta como el teclado de una pianola. En California los niños de padres felices nacen ya bronceados, del mismo modo que en el Bronx de Nueva York se engendran hijos que vienen al mundo ya tatuados con cristos, serpientes o rostros de Marilyn. Constituyen un peligro mundial las piscinas mentoladas de Malibú y las risas nocturnas que brotan allí en el agua emergiendo de unos cuerpos moldeados, plastificados, cortados por la línea de puntos en las clínicas de cirugía estética o planificados en el gimnasio que se ofrecen a la humanidad como paradigmas de carne. Playas, tumbonas, palmeras, colinas de césped segado, masajes, trampolines, cremas, toallas, dietas, deportes acuáticos, tonos pastel, protección solar máxima, espejos de cloro que reflejan los desnudos del solario: esta iconografía californiana que ha pintado el británico David Hockney es la última forma de terror: expresa la necesidad moderna de parecer feliz a toda costa. Debido a esta dictadura hoy nadie se atreve a aburrirse y menos a confesarlo. El verano actual pertenece también a la cultura americana. Te obliga a simular un grado de dicha y de repente te ves abocado a asar chuletas y chorizos en la barbacoa para unos invitados, mientras se zambullen en la piscina con grandes. carcajadas nocturnas, tipo Santa Mónica. De los veranos antiguos recuerdo su tedio profundo, que era, aromático como un melocotón a punto de pudrirse. Frente a esta felicidad californiana aquel tedio se establecía como una frontera interior que debías conquistar bajo la crueldad de la canícula, pero no existía ningún reto de belleza, ningún simulacro corporal, ninguna ansiedad por ser joven. El aburrimiento del verano te iba calando hasta que todo tu cuerpo se convertía en naturaleza y nadie se avergonzaba de no ser feliz. Simplemente éramos todavía mediterráneos.
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