La mirada
MANUEL VICENT 14/01/1996
Del rostro de Inocencio X, pintado por Velázquez, no engaña tanto la mirada como su bigote de bucanero. He visto miradas más duras entre los labradores de mi tierra, que ni siquiera son pontífices sino simples propietarios de cuatro hanegadas. Están sentados en los casinos de los pueblos junto al Mediterráneo y son viejos estáticos sin poder alguno, pero bajo la gorra ladeada conservan en los ojos una desconfianza o dureza que alcanzaría la materia del arte si además de incrédulos también fueran papas. Gracias a su bigote, Inocencio X parece un pirata berberisco vestido de tafetanes rojos, varado en un sillón eclesiástico. Realmente es un pirata aterrorizado ante la mirada del artista. Todos los críticos aluden a los ojos terribles de este personaje; en cambio, nadie imagina que los ojos devastadores eran los de Velázquez, negros y concentrados como la verdad misma, que en ese momento estaban escrutando con absoluta imparcialidad el rostro del contrario en un desafío. Atrapado en su sillón frente a un artista singular, Inocencio X, que se creía sin escapatoria, ensayó una mirada agresiva sólo para defenderse. En realidad, estaba pensando: este español, hijo de perra, trata de desenmascararme; si me sigue mirando con esa intensidad, sin duda, va a descubrir que mi boca carnosa ha devorado conjuntamente mil asados y mil mujeres; tengo entendido que este Velázquez es un pintor superdotado, de modo que va a saber que mi nariz tumefacta se debe a la cantidad de vino que he bebido y también leerá en mi ceño adusto que no creo en Dios, e incluso notará en mi cara que soy un hombre sumamente débil que está deseando comerse esta tarde a una princesita romana en su propio jugo; este hijo de perra me va a destruir con sus ojos; estoy simulando que soy tan fuerte como él. En este combate el pontífice Inocencio X salió ganador, porque, viendo su retrato, todos piensan que fue un pirata muy duro cuando sólo era un papa aterrorizado frente al inmenso poder del arte.
MANUEL VICENT 14/01/1996
Del rostro de Inocencio X, pintado por Velázquez, no engaña tanto la mirada como su bigote de bucanero. He visto miradas más duras entre los labradores de mi tierra, que ni siquiera son pontífices sino simples propietarios de cuatro hanegadas. Están sentados en los casinos de los pueblos junto al Mediterráneo y son viejos estáticos sin poder alguno, pero bajo la gorra ladeada conservan en los ojos una desconfianza o dureza que alcanzaría la materia del arte si además de incrédulos también fueran papas. Gracias a su bigote, Inocencio X parece un pirata berberisco vestido de tafetanes rojos, varado en un sillón eclesiástico. Realmente es un pirata aterrorizado ante la mirada del artista. Todos los críticos aluden a los ojos terribles de este personaje; en cambio, nadie imagina que los ojos devastadores eran los de Velázquez, negros y concentrados como la verdad misma, que en ese momento estaban escrutando con absoluta imparcialidad el rostro del contrario en un desafío. Atrapado en su sillón frente a un artista singular, Inocencio X, que se creía sin escapatoria, ensayó una mirada agresiva sólo para defenderse. En realidad, estaba pensando: este español, hijo de perra, trata de desenmascararme; si me sigue mirando con esa intensidad, sin duda, va a descubrir que mi boca carnosa ha devorado conjuntamente mil asados y mil mujeres; tengo entendido que este Velázquez es un pintor superdotado, de modo que va a saber que mi nariz tumefacta se debe a la cantidad de vino que he bebido y también leerá en mi ceño adusto que no creo en Dios, e incluso notará en mi cara que soy un hombre sumamente débil que está deseando comerse esta tarde a una princesita romana en su propio jugo; este hijo de perra me va a destruir con sus ojos; estoy simulando que soy tan fuerte como él. En este combate el pontífice Inocencio X salió ganador, porque, viendo su retrato, todos piensan que fue un pirata muy duro cuando sólo era un papa aterrorizado frente al inmenso poder del arte.
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