miércoles, 2 de abril de 2008

COMENTARIO

Comentario
MANUEL VICENT 23/12/2001

¿Existe algo más desolado que un domingo por la tarde y que ese domingo sea de agosto y que ese agosto sea de 1950? El domingo 27 de agosto de 1950 por la tarde en una pensión de la ciudad de Turín, un poeta italiano de 42 años, Cesare Pavese, se vistió con un traje oscuro y una camisa blanca, se puso la corbata y se acostó en la cama sin zapatos, con los pies desnudos, transparentes, como alas dispuestas a volar. Antes de tomarse dieciséis tubos de somníferos dejó escrito en la mesilla de noche: 'Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Está bien? No hagáis demasiados comentarios'. ¿No había en la pared de aquel cuarto un calendario con una imagen de los mares del sur? No lo había. Con una imagen de ese calendario Pavese habría podido seguir viaje a bordo de un velero que navegaba, como él escribió, por un mar azulísimo, bravío de escualos. En la mesilla de noche, junto a su despedida de este jodido mundo, había, tal vez, una carta sellada en una isla del Pacífico llamada Tasmania. Sólo con el sueño de ese nombre el poeta también pudo haberse salvado. Ahora en la playa de la Malvarrosa, tomando un ron frente al mar levantado en pleno invierno evoco aquellos días en que yo jugaba aquí a pirata malayo y para coronar el vaso releo algún poema de este suicida. A la derecha, las sombras de grúas del puerto de Valencia; a la izquierda, la voz de una mujer que llama a una niña junto a la tapia del balneario azul abandonado; enfrente, en alta mar, la memoria de aquella yegua que de niño me llevaba en una tartana a los mares del sur. Aunque el poeta no quería más comentarios, es posible que se matara porque en ese momento no se acordaba de las colinas del Piamonte, donde nació, peinadas de viñedos ni de las muchachas con sombrillas y claros vestidos de primavera que caminaban por aquellos senderos cuando él era un niño y le sonreían. Puede que también se hubiera olvidado de si mismo adolescente tumbado en el prado mordiendo una brizna de hierba viendo pasar las nubes, mientras sentada a su lado otra muchacha se arreglaba el pelo con brazos desnudos después del escarceo campestre de una tarde de verano. Toda la amargura de las algas, que el reciente temporal ha arrojado a esta playa de la Malvarrosa, combina muy bien con el fuego del ron. Pasa el camarero, le pido una ración de aceitunas rellenas y cierro el libro de Pavese. Un último comentario. Hoy no es un domingo de agosto.

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