miércoles, 2 de abril de 2008

ÉXTASIS

Éxtasis
MANUEL VICENT 10/06/2001

Algunas veces he tratado de imaginar qué estaría haciendo Teresa de Jesús cinco minutos antes de alcanzar ese fabuloso éxtasis que le esculpió Bernini. Pudo estarse azotando en la celda con un látigo de esparto o saboreando un potaje de garbanzos con orejas de cerdo en una venta de arrieros. Ese orgasmo es tan perenne como el mármol e incluye todos los placeres contrarios de la vida, desde la alta mística que te funde con un dios, a la ruda digestión que te devuelve a la delicia de ser animal. No sucede lo mismo con la escultura redonda y feliz de cualquier Buda de jade, que sólo trasmite la emoción serena de un señor que acaba de saborear un arroz con leche y que está esperando que le sirvan otra ración. En el Mediterráneo se suele cerrar los ojos en el momento de chupar la cabeza de un langostino como si se estuviera tomando la sagrada comunión. Por otra parte, está demostrado que todos los mares se hallan dentro de un berberecho, de modo que al abrir su concha cualquiera puede navegar hasta la isla más lejana. Siempre me he preguntado por qué un placer muy intenso te obliga a cerrar los ojos. En esto se parecen los místicos y los glotones. Durante su fusión con dios o con el potaje a todos se les pierde la mirada, una ceguera voluptuosa que comparten con los enamorados. En cualquier iglesia barroca las hornacinas exhiben imágenes de cristos lacerados, corazones de vírgenes traspasados por siete puñales, coronas de espinas y potros de tormento. Este instrumental de martirio pone a esos santos a un punto del contorsionismo de la orgía. En otros altares hay imágenes más equilibradas flotando sobre nubes de nácar, con rayos de sol que les brotan del occipucio. A estos santos se les ve con el rostro muy relajado, hasta el punto que podrían anunciar una marca de melocotón en almíbar. Unos y otros vienen de placeres contrarios que les obligan a cerrar los ojos. En esa oscuridad donde uno se pierde no hay que ser un santo para alcanzar un orgasmo de mármol como Teresa de Jesús. Vaya usted a saber qué estaría haciendo esa maravillosa mujer antes de entrar en ese poderoso trance. A cualquiera que sea un buen asceta le bastará una ración de berberechos para llegar al éxtasis. Abra una concha. Elévela a los labios para poner todo el mar a su alcance y atrévase a navegar a la isla más lejana posible, que tal vez es esa mujer sentada en la mesa de enfrente y que también navega con los ojos cerrados.

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