domingo, 6 de abril de 2008

EL CASTIGO

El castigo
MANUEL VICENT 18/02/2001
A un país pobre, que paradójicamente se llama El Salvador, se le ha abierto la tierra por segunda vez y sin darle tiempo a rezar por los muertos del primer terremoto. De pronto, el Dios de la ira le ha concedido una nueva cosecha de cadáveres, entre ellos una escuela llena de niños que ha sido sepultada bajo los escombros. Con el seísmo de la India son tres los latigazos que ha dado este jodido planeta para celebrar nuestra entrada en el tercer milenio del cristianismo. Los agnósticos no tienen ningún problema de conciencia. Aun antes de ser rebajados genéticamente a la categoría de la mosca, de la lombriz o de la cebolla, ya se creían unas simples hormigas perplejas, y ante cualquier cataclismo nunca han pedido explicaciones a nadie que habitara más arriba del tejado. Tal vez no exista soledad más profunda que la de un Papa que se levanta cada mañana con la noticia de una nueva catástrofe planetaria y, dirigiendo sus bordadas pantuflas hacia la capilla, se arrodilla en un reclinatorio de terciopelo, oculta el rostro entre las manos y, postrado ante la nada, formula al vacío esta pregunta: ¿por qué castigas, oh, Dios, siempre a los pobres sepultándolos en el barro, ahogándolos bajo las furiosas aguas, exterminándolos por el hambre? Nadie responde. Durante el desayuno, junto al Papa sólo canta el canario en la jaula. Tiene que ser terrible el haberse erigido en representante en la tierra de un Dios tan fiero, creer que nuestro destino depende de su voluntad y no tener el valor de presentarle la dimisión irrevocable cuando un terremoto aplasta a los niños de una escuela junto con su maestra. Después del cataclismo el Papa deberá revestirse una vez más con brocados de oro para arrastrar su propia tortuga entre la multitud hasta los pies de un altar resplandeciente. Desde esas mismas gradas sus antecesores reivindicaban la tragedia: era el castigo divino por los pecados del mundo. Entonces la ignorancia y el terror de los fieles eran similares y producían dividendos, pero hoy la Iglesia, ante una catástrofe, ya no tiene coartada. El silencio de los teólogos es de piedra. No obstante, este planeta está lleno de hermosas criaturas, cimas de nieve, orgasmos felices, infinitas flores, insectos dorados, verdes valles. ¿Por qué la Iglesia no se apropia de la belleza de la tierra y se decide, por fin, a apacentar sólo nuestros placeres, en vez de aceptar a un Dios tan cruel?

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