Redentores
MANUEL VICENT 21/09/1997
En la antigüedad, los profetas se refugiaban en el desierto para re cibir el mensaje de Dios bajo una luz aterradora que les fundía el cerebro y luego regresaban dispuestos a salvar el mundo. Aquella gente, desumbrada por la verdad, se alimentaba de saltamontes o de las tortas que algún cuervo amable les bajaba en el pico, y el demonio les tentaba con visiones de mujeres desnudas, las mismas que hoy se aparecen a los eremitas urbanos vía Internet. En aquel tiempo cundió el rumor de que el hijo del carpintero de Nazaret se había ido a meditar a los yesares del mar Muerto. Después de 20 días de concentración, el hijo del carpintero se presentó en público hecho ya Dios y, en lugar de enseñarnos a fabricar utensilios necesarios absolutamente perfectos, se limitó a lo más fácil: quiso redimir a la humanidad de sus pecados. En materia de espiritualidad, hoy el desierto es un concepto metafísico, un espacio creativo interior. Los fulminados yesares del mar Muerto no existen ya y los redentores modernos viajan al desierto sin moverse de su sitio. Les basta con salir poco de casa, llevar una vida muy privada, alimentarse con austeridad y no aparecer nunca en televisión: en eso consiste hoy ser un asceta. Fuera no hay más que ruido, basura, chapuzas, estupideces galácticas y palabras gastadas. Huyendo de esta miseria diaria, los nuevos profetas se esconden también en el desierto interior. Son fontaneros, escritores, ebanistas, jueces, artistas, agricultores, verduleros, profesores y otra gente que nadie conoce. De pronto emergen de su soledad y realizan la gran misión de redimir al mundo cada día: el carpintero fabrica una silla perfecta; el escritor escribe un libro necesario; el fontanero repara el desagüe a conciencia; el juez dicta una sentencia ponderada; el verdulero vende las legumbres a un precio razonable; el agricultor siembra el trigo con la pasión de una obra de arte. A cambio sólo esperan un dinero que no sea superior al placer de la perfección y la belleza. Estos redentores nos salvan del ruido, el fulgor y la basura.
MANUEL VICENT 21/09/1997
En la antigüedad, los profetas se refugiaban en el desierto para re cibir el mensaje de Dios bajo una luz aterradora que les fundía el cerebro y luego regresaban dispuestos a salvar el mundo. Aquella gente, desumbrada por la verdad, se alimentaba de saltamontes o de las tortas que algún cuervo amable les bajaba en el pico, y el demonio les tentaba con visiones de mujeres desnudas, las mismas que hoy se aparecen a los eremitas urbanos vía Internet. En aquel tiempo cundió el rumor de que el hijo del carpintero de Nazaret se había ido a meditar a los yesares del mar Muerto. Después de 20 días de concentración, el hijo del carpintero se presentó en público hecho ya Dios y, en lugar de enseñarnos a fabricar utensilios necesarios absolutamente perfectos, se limitó a lo más fácil: quiso redimir a la humanidad de sus pecados. En materia de espiritualidad, hoy el desierto es un concepto metafísico, un espacio creativo interior. Los fulminados yesares del mar Muerto no existen ya y los redentores modernos viajan al desierto sin moverse de su sitio. Les basta con salir poco de casa, llevar una vida muy privada, alimentarse con austeridad y no aparecer nunca en televisión: en eso consiste hoy ser un asceta. Fuera no hay más que ruido, basura, chapuzas, estupideces galácticas y palabras gastadas. Huyendo de esta miseria diaria, los nuevos profetas se esconden también en el desierto interior. Son fontaneros, escritores, ebanistas, jueces, artistas, agricultores, verduleros, profesores y otra gente que nadie conoce. De pronto emergen de su soledad y realizan la gran misión de redimir al mundo cada día: el carpintero fabrica una silla perfecta; el escritor escribe un libro necesario; el fontanero repara el desagüe a conciencia; el juez dicta una sentencia ponderada; el verdulero vende las legumbres a un precio razonable; el agricultor siembra el trigo con la pasión de una obra de arte. A cambio sólo esperan un dinero que no sea superior al placer de la perfección y la belleza. Estos redentores nos salvan del ruido, el fulgor y la basura.
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