domingo, 30 de marzo de 2008

CEREZAS

Cerezas
MANUEL VICENT 05/05/2002

He subido de nuevo al valle de los cerezos, en la Marina Alta, donde en otros tiempos fui muy feliz en medio del silencio tratando de descifrar el jeroglífico que los lagartos llevan grabado en el rabo. A estas alturas de la vida no he logrado comprender todavía por qué el esplendor de un paisaje unas veces te llena de un placer casi salvaje los sentidos y otras te sume en una profunda tristeza. Como en otros días de primavera, también esta mañana mientras ascendía muy despacio las ramas cuajadas de cerezas maduras invadían el interior del coche por las ventanillas y al arrebatarle sin esfuerzo este fruto al árbol tenía la sensación de estar recibiendo de la vida un amor inmerecido. Pero hoy es uno de esos días en que sientes que la belleza te hiere. Siempre que subo a este valle cuyo esplendor he soñado desde mi juventud creo estar ejerciendo mi particular mito de Sísifo, aunque cada vez es distinta la piedra que uno carga. Sísifo no la transportaba sobre su espalda, sino en el corazón o en la mente, porque la cima del monte se hallaba en el interior de sí mismo y ese es el mito: bajar y volver a subirte desde el pozo ciego de las entrañas hasta la cumbre de la inteligencia soleada para despeñarte una y otra vez. La piedra siempre es uno en cuerpo y alma. ¿Cómo es posible estar tan triste en medio de esta enorme lumbre de cerezas encendidas? Antes de emprender viaje esta mañana he visto a una pareja de ratas grises encaramadas en una palmera desayunando pequeños dátiles de oro y luego durante la ascensión esta imagen ha sido sustituida por el olor a espliego que llenaba mi memoria y dentro de ella iba restaurando los fragmentos de una pasión con el sonido de unos versos de Horacio. Al final del camino me he sentado sobre mi propia melancolía a la sombra de una pared que aún rezumaba por las grietas la lluvia pasada. Desde allí arriba cada barranco abre un ojo azul, que es el mar donde han naufragado todos los placeres de la juventud. Jugaba con el bastón a arrancar una piedra de buen tamaño que se hallaba a mis pies cuando de forma imprevista por debajo ha salido un lagarto, que antes de huir ha quedado un momento extasiado mirándome con la cabeza ladeada. En su rabo he creído leer esta inscripción labrada hace miles de años: olvida el pasado y toma lo que la hora presente te dé. Después he arrancado la piedra y ella por sí misma ha salido rodando por todo el valle poseída por el fuego de los cerezos. Se lleva mi corazón. Iré a recogerla mañana.

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