lunes, 31 de marzo de 2008

EL MILAGRO

El milagro
MANUEL VICENT 01/09/2002

Mucha gente durante años me ha confundido físicamente con Adolfo Marsillach y con Luis Carandell. Pocos días después de que el actor se fuera al seno de Abraham llegué a un pueblo de Galicia y al cruzarse conmigo dos viejas me miraron espantadas y entre ellas se dijeron: 'pero ¿este señor no murió?'. Ahora también Luis Carandell acaba de rendir cuentas al Altísimo y yo por fin me he quedado en la tierra con mi propia identidad. Carandell tenía un talante de caballero inactual, poseído por una ironía muy catalana, injertada de madrileñismo, capaz de reducir la historia de la humanidad a una sucesión de anécdotas divertidas. Entre otros muchos libros había escrito un Santoral ingenuo y absurdo, truculento y surrealista, pero en la vida de esos santos se olvidó de incluirse a si mismo, porque, sin duda, él fue un beato que realizó al menos dos milagros. Uno de sus portentos consistió en lograr que nadie de la profesión, donde abunda gente de mucha navaja, hablara mal de él. Seguramente ha sido el único periodista que ha gozado de una simpatía unánime y tal vez salvó los obstáculos necesarios para caer bien a todos aplicando la asignatura de Urbanidad que aprendió en el colegio. El segundo prodigio lo realizó conmigo. Lo he llamado El Milagro del Desolladero. Fue una mañana de mayo, por San Isidro, en que yo andaba por los aledaños de la plaza de las Ventas a la hora del apartado de la corrida con unos reporteros de la televisión alemana. Sé muy bien que ese no era exactamente mi sitio, pero los periodistas quisieron asomarse al patio de caballos que estaba desierto. En ese momento un grupo de aficionados cruzaba por allí en dirección a los corrales. A la altura del desolladero uno de ellos se desprendió de los otros y se vino hacia mí con el gesto muy torvo y en son de amenaza, apuntándome con el dedo, me preguntó: '¿tú eres ese Vicent que echa pestes contra la fiesta nacional?' Ante su puño dispuesto a batirme, lleno de pánico, contesté: 'No, yo soy Luis Carandell'. El hombre hizo un gesto de agrado y me pidió excusas. 'Ah, es verdad, le había confundido con ese'. Y a continuación se deshizo en elogios. Carandell fue mi amigo. Tenía muchos motivos para admirarle. Pero ninguno tan prodigioso como el haberme salvado, tal vez, de recibir un pase de castigo a cargo de un furibundo taurino. Fue el milagro del desolladero de San Luis Carandell. Por mucho menos hay gente encaramada en los altares con los ojos de escayola y las mejillas de purpurina.

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