viernes, 28 de marzo de 2008

TURISTAS

Turistas
MANUEL VICENT 10/12/2006

Una de las claves de nuestra libertad fue aquel turismo de los años cincuenta que introdujo en España la visión de nuevas formas de vivir, de amar, de viajar. Había francesas que iban a la playa en bicicleta llevando en el cestillo del manillar un libro de Sartre y de noche enseñaban a unos pescadores patilludos, con pelo rizado en las pantorrillas, que hacer el amor no era lo mismo que devorar ferozmente un asado con hambre atrasada, sino una práctica lenta y armoniosa, llena de imaginación. Sobre la arena de unas playas todavía limpias y desiertas las escandinavas desnudaban sus cuerpos espléndidos sin culpa alguna frente a la Guardia Civil, que finalmente tuvo que claudicar ante su inocencia insolente. Llegaron los primeros biquinis, los primeros descapotables, las primeras copas largas al atardecer en las terrazas con música de bolero, los primeros collares de nueces sobre la piel quemada, las primeras noches de jazmín, las primeras sandalias grecolatinas, las primeras faldas floreadas, que a marced de la brisa del mar dejaban ver largos muslos bien torneados con pelusilla de melocotón. También llegaron entonces a España los primeros profesores alemanes y anglosajones en año sabático enamorados de nuestra cultura popular, y las chicas extranjeras obligaron a muchos jóvenes universitarios a entrar por primera vez en el Museo del Prado para ligarlas. España tenía un Mediterráneo incontaminado, todavía no bombardeado a discreción con cemento armado, al que acudía un turismo que amaba el sol y también nuestros monumentos, ruinas y catedrales. Entre dos, la convivencia siempre se establece por el nivel inferior. Aquellos primeros turistas extranjeros eran muy selectos y tuvieron que amoldarse a alguna de nuestras costumbres bárbaras, pero de ellos una generación de españoles aprendió a desmitificar el sexo, a vestir, a intuir la gloria de la libertad e incluso a sostener la copa en la mano. Más allá de la especulación y del mal gusto, lo peor ha sido lo barato que hemos vendido el tesoro del Mediterráneo. A partir de su inexorable degradación también el turismo extranjero se ha ido degradando hasta ponerse a ras de este estercolero de ladrillos que cubre la costa. Si el nivel de la convivencia se establece siempre por abajo, en adelante nuestras formas de vivir las marcará ese turismo cada vez más garrulo, que sólo espera de nosotros que seamos camareros serviciales, mientras el sol, que le hemos regalado, les quema la barriga.

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