viernes, 28 de marzo de 2008

LA PIEDRA

La piedra
MANUEL VICENT 28/12/2003

A este preso, sentenciado a muerte, los colegas de la cárcel le cedían el paso, sólo por la jerarquía de su mirada. Mientras esperaba el resultado de la apelación, jugaba a los dados en el patio y allí mismo aun podía dar una puñalada por cuestiones de prestigio. Este doble azar le hacía sentirse todavía un hombre entero. Tenía todos los hedores de la existencia pegados a su chupa de plástico, sin excluir el olor de la sangre que había derramado por una mujer. Fuera de la cárcel el mundo seguía rodando. Desde la celda oía el fragor de una autopista e incluso le llegaban los gritos de los buhoneros de un mercadillo popular. El reo llevó una vida a flor de piel hasta el día en que su abogado le comunicó que el tribunal había desestimado el último recurso y fue conducido al corredor de la muerte, donde la soledad absoluta acabó por despojarle de cualquier clase de orgullo. Primero perdió la noción del tiempo: sólo la luz y la oscuridad se sucedían indefinidamente en una claraboya inaccesible. Después olvidó su nombre y cuando ya no era nadie, sin dirigirle la palabra un celador lo sacaba durante una hora a un patio angosto : allí sólo había un fragmento de cielo, un ángulo de sol, el aire que respiraba y unos líquenes en el muro más umbrío. A lo largo de muchas jornadas, partiendo de la nada, con estos elementos tan puros el preso comenzó a reconstruirse por dentro. Cada noche esperaba como un festín el ejercicio del día siguiente: salía al patio, recibía la luz del sol en el rostro, respiraba profundamente hasta embriagarse y luego pasaba la yema de los dedos por la seda húmeda de los líquenes para convocar la sensación de unos labios. A estos elementos esenciales un día se unió un pequeño canto rodado que encontró en el suelo. El preso recordó que, de niño, le hablaba a una piedra. La llevaba siempre consigo, dormía con ella y en los momentos en que se sentía muy solo le confiaba sus pensamientos. Este canto rodado fue, de nuevo, su confidente, pero ahora no le hablaba en voz alta como cuando era niño. Sólo lo mantenía muy apretado dentro del puño para cargarlo con la energía que le bajaba por el brazo y eso le bastaba para sentir que tenía en la mano todo el universo. Sobre el granito umbrío del muro palpitaban los líquenes en forma de verdes labios y en el preciso instante en que el ángulo de sol incidía en ellos para incendiarlos, el reo observaba aquellos gérmenes de vida y, apretando el universo con el puño, se creía libre y exento de culpa, como en los lejanos días felices.

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