viernes, 28 de marzo de 2008

HERENCIA

Herencia
MANUEL VICENT 03/02/2002

Ahora que ha pasado el tiempo suficiente para que el féretro de Cela se haya convertido en una caja de angulas y ha terminado también la fiesta que los salmonetes hayan podido montar con las cenizas de Marsillach en el Mediterráneo, es el momento de hablar de la soledad del artista. Si en este país a veces los herederos se acuchillan en presencia del notario a la hora de repartirse una silla de enea, ya me contarán qué sucede cuando el motivo de la disputa no es una silla, un perol de cobre o la garrota del abuelo, sino un muerto convertido en gloria nacional. Hasta las moscas se ponen en primera fila para contemplar el espectáculo. Ha habido dos entierros hace poco, el de Cela y el de Marsillach, en los que se ha visto a las dos Españas tirando del camal de cada fiambre para llevarlo a la propia trinchera. Sin ser una mosca literaria que guste de pasearse por la boca cerrada de los difuntos diré que me conmovió el entierro del actor Marsillach acompañado sólo de amigos frente a la desolación multitudinaria que rodeó el funeral de Cela ahogado bajo el mar de elogios gubernamentales. Ambos cadáveres forman parte del humus de mis hojas amarillas que fueron aquellas lecturas boca arriba en la cama del colegio mayor, La Colmena, Viaje a la Alcarria, en Valencia y luego en Madrid las copas en Oliver cuando ensayábamos la libertad de la noche. He admirado a aquel Cela de mis tiempos jóvenes con el que aprendí a escribir, cuando él era barbudo y parecía montaraz. Entonces me dio un consejo que no he olvidado: el don máximo de un escritor es la independencia que únicamente se consigue estando solo. Cela no cumplió su propia receta a no ser que la máxima ambición del artista consista en verse de marqués vestido como un muñecón con botones de ancla y que tres ministros lleven tu mojama a la eternidad haciendo de costaleros en tu entierro. He agradecido siempre a Cela que me enseñara el sonido de las palabras y a Marsillach, su ironía. De ambos restará ese espíritu más allá de inquinas y medallas. La memoria del actor flotará siempre sobre las aguas del Mediterráneo, tan inmaterial; en cambio, uno presiente que de la vanidad y boato de la Fundación CJC de Iria Flavia, después de unos años, sólo quedará moho y herrumbre, el abandono que siempre sigue a los sueños de gloria, pero cuando esas piedras mueran, tal vez el viento que todo lo limpia hará que Cela recupere finalmente la verdadera soledad que buscaba: cuatro libros extraordinarios, sus lectores y nada más.

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