Victoria
MANUEL VICENT 21/06/1998
El fútbol es un espectáculo que no ha arraigado en Norteamérica por su falta de emoción. Un deporte que, después de hora y media de partido, puede acabar con un empate a cero no interesa a la masa de un país hecho a la violencia perenne, donde los niños, al salir de casa para ir a la escuela, se dan una palmada en la frente porque han olvidado algo, ¡¡el revólver!!, no los donuts. En el baloncesto y en el béisbol, el resultado se mueve cada minuto y a veces la victoria se produce en la última décima de segundo con la pelota volando todavía. Este azar que cambia en el marcador continuamente según el esfuerzo de los contrincantes es la esencia de Norteamérica. El baloncesto y el béisbol permiten además insertar publicidad en la pantalla entre dos jugadas decisivas, de forma que la agonía del juego se trabe con la mercancía para que el triunfo se confunda con el angustioso deseo de consumirla. Los divos del deporte son simples transmisores de productos. En las vallas publicitarias están sus cuerpos resplandecientes junto a unos objetos que se ofrecen a los ciudadanos, pero la gente de la calle en general está hecha una ruina física y no consigue reconocerse en esos músculos gloriosos, aunque sí en la horrible sopa que anuncian. El fútbol se reduce, salvo tres jugadas en cada partido, a un tedioso peloteo en medio del campo. Ajenos al juego, los espectadores establecen su propio reconocimiento en las gradas y en ellas buscan a unos héroes a su medida, gordos, esmirriados, panzudos, terciados. La frustración de no poder parecerse a los divos revienta en un estallido de violencia. Ésta es la fiesta salvaje de los hooligans. Carlos Marx se equivocó: ni siquiera en sueños imaginó que un día aquellos obreros de Dickens irían en coche de vacaciones al Mediterráneo oyendo a Bach y que la revolución la harían a botellazos unos rebeldes ahítos de cerveza después de un partido de fútbol. Para que esta revolución triunfe y se haga planetaria sólo falta que las cámaras la doren con unas imágenes estéticas. Hooligans de todo el mundo, uníos.
MANUEL VICENT 21/06/1998
El fútbol es un espectáculo que no ha arraigado en Norteamérica por su falta de emoción. Un deporte que, después de hora y media de partido, puede acabar con un empate a cero no interesa a la masa de un país hecho a la violencia perenne, donde los niños, al salir de casa para ir a la escuela, se dan una palmada en la frente porque han olvidado algo, ¡¡el revólver!!, no los donuts. En el baloncesto y en el béisbol, el resultado se mueve cada minuto y a veces la victoria se produce en la última décima de segundo con la pelota volando todavía. Este azar que cambia en el marcador continuamente según el esfuerzo de los contrincantes es la esencia de Norteamérica. El baloncesto y el béisbol permiten además insertar publicidad en la pantalla entre dos jugadas decisivas, de forma que la agonía del juego se trabe con la mercancía para que el triunfo se confunda con el angustioso deseo de consumirla. Los divos del deporte son simples transmisores de productos. En las vallas publicitarias están sus cuerpos resplandecientes junto a unos objetos que se ofrecen a los ciudadanos, pero la gente de la calle en general está hecha una ruina física y no consigue reconocerse en esos músculos gloriosos, aunque sí en la horrible sopa que anuncian. El fútbol se reduce, salvo tres jugadas en cada partido, a un tedioso peloteo en medio del campo. Ajenos al juego, los espectadores establecen su propio reconocimiento en las gradas y en ellas buscan a unos héroes a su medida, gordos, esmirriados, panzudos, terciados. La frustración de no poder parecerse a los divos revienta en un estallido de violencia. Ésta es la fiesta salvaje de los hooligans. Carlos Marx se equivocó: ni siquiera en sueños imaginó que un día aquellos obreros de Dickens irían en coche de vacaciones al Mediterráneo oyendo a Bach y que la revolución la harían a botellazos unos rebeldes ahítos de cerveza después de un partido de fútbol. Para que esta revolución triunfe y se haga planetaria sólo falta que las cámaras la doren con unas imágenes estéticas. Hooligans de todo el mundo, uníos.
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