Colección
MANUEL VICENT 21/11/1993
Puede que se hunda la General Motors, pero la belleza de los bosques de Pensilvania seguirá ardiendo siempre con el mismo esplendor, pensaba yo mientras las diversas oleadas de amarillos, violetas y rojos flamíferos del otoño se diluían en un incendio que mi automóvil iba absorbiendo camino de Filadelfia, donde había sido invitado a visitar una famosa colección privada de pintura. En su palacete de tres plantas me esperaba mister Evans. Para llegar hasta él había salido de Nueva York esa mañana en que el periódico daba la noticia de una caída gravísima de la Bolsa y de otros presagios nefastos para la economía. A pesar de tantas calamidades, el paisaje permanecía intacto con toda su elegancia, y lo mismo pude comprobar de mister Evans, que era un tipo refinado, hijo de una familia de conserveros totalmente arruinada. Antes de mostrarme su colección, mister Evans propuso que tomáramos un oporto, y en aquella saleta había dos cuadros de Matisse que soportaron incólumes nuestra conversación acerca de la catástrofe económica que al parecer va a acabar con la hegemonía de Occidente. Después, el caballero me fue abriendo sucesivos salones. En las paredes había obras de Paul Klee, varios picassos de la época cubista, algunos lienzos de Braque y de Kandinsky, pero este coleccionista, cuyas empresas estaban en quiebra, era famoso por poseer los mejores cuadros de Miró, que guardaba en una habitación de la última planta. Abrió para mí aquella estancia y con un dedo muy delicado fue indicando cada una de las obras maestras que allí estaban colgadas. Había también esculturas de Brancussi y un desnudo de Modigliani junto a una cama metálica que ocupaba una anciana tapada con un plexiglás transparente, rodeada de cables, monitores y máscaras de oxígeno. Entre dos constelaciones de Joan Miró, el coleccionista mister Evans también señaló con exquisita desgana aquella cama diciendo: "Es mamá, que está agonizando". Y siguió mostrándome su colección impasible en medio de la belleza y de la ruina.
MANUEL VICENT 21/11/1993
Puede que se hunda la General Motors, pero la belleza de los bosques de Pensilvania seguirá ardiendo siempre con el mismo esplendor, pensaba yo mientras las diversas oleadas de amarillos, violetas y rojos flamíferos del otoño se diluían en un incendio que mi automóvil iba absorbiendo camino de Filadelfia, donde había sido invitado a visitar una famosa colección privada de pintura. En su palacete de tres plantas me esperaba mister Evans. Para llegar hasta él había salido de Nueva York esa mañana en que el periódico daba la noticia de una caída gravísima de la Bolsa y de otros presagios nefastos para la economía. A pesar de tantas calamidades, el paisaje permanecía intacto con toda su elegancia, y lo mismo pude comprobar de mister Evans, que era un tipo refinado, hijo de una familia de conserveros totalmente arruinada. Antes de mostrarme su colección, mister Evans propuso que tomáramos un oporto, y en aquella saleta había dos cuadros de Matisse que soportaron incólumes nuestra conversación acerca de la catástrofe económica que al parecer va a acabar con la hegemonía de Occidente. Después, el caballero me fue abriendo sucesivos salones. En las paredes había obras de Paul Klee, varios picassos de la época cubista, algunos lienzos de Braque y de Kandinsky, pero este coleccionista, cuyas empresas estaban en quiebra, era famoso por poseer los mejores cuadros de Miró, que guardaba en una habitación de la última planta. Abrió para mí aquella estancia y con un dedo muy delicado fue indicando cada una de las obras maestras que allí estaban colgadas. Había también esculturas de Brancussi y un desnudo de Modigliani junto a una cama metálica que ocupaba una anciana tapada con un plexiglás transparente, rodeada de cables, monitores y máscaras de oxígeno. Entre dos constelaciones de Joan Miró, el coleccionista mister Evans también señaló con exquisita desgana aquella cama diciendo: "Es mamá, que está agonizando". Y siguió mostrándome su colección impasible en medio de la belleza y de la ruina.
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