AIgarabía
MANUEL VICENT 02/05/1993
Un país que tiene jueces muy famosos es un país peligroso, ya que los jueces sólo deben la fama a los delincuentes. Cuando las sentencias provocan grandes ovaciones hay que ponerse a temblar. Es probable que muy pronto también los criminales sean glorificados y los jueces públicamente escarnecidos. Creer que todos los políticos son unos miserables, levantarse cada día con la obsesión de derribar una estatua, pensar que cualquier éxito obedece a una trama oscura o a una claudicación, buscar siempre el lado más débil de las personas y denostarlas o ensalzarlas sin freno pasando del elogio desmedido al insulto desaforado, eso indica que vivimos en un estado político muy crudo todavía. La moderación requiere un gran esfuerzo, puesto que se trata de una dura conquista de la inteligencia. Nada existe en democracia que no esté sujeto al rigor implacable de las formas y la primera de ellas es el buen sentido, pero éste se halla en la cumbre de un monte escarpado. Es terrible que estos consejos de maestro de escuela suenen de un modo ridículo en este país que cada mañana se desayuna con una algarabía de improperios y loas que son muy infantiles aunque salgan a veces de las fauces de unos forajidos. Sería deseable que los fracasos de cualquier índole no provocaran las carcajadas ni que fuera suficiente para denigrar a los políticos sólo el hecho de que nos hemos levantado cabreados sin explicar el motivo concreto y explícito de su maldad. Sería maravilloso que los jueces fueran honestos, inteligentes y anónimos, infinitamente más desconocidos que sus procesados, menos famosos que los asesinos. Si no hay que aplaudir nunca a un juez es para no tener que abuchearlo después. Ni Garzón era Tarzán ni Marino Barbero lo es todavía ahora. Trataban de cumplir con su deber y las pasiones partidistas de esta democracia a medio cocer les habían obligado a trabajar sin discreción bajo la luz canalla de los focos. Sólo los débiles no pueden vivir sin héroes, sólo los idiotas no pueden vivir sin villanos.
MANUEL VICENT 02/05/1993
Un país que tiene jueces muy famosos es un país peligroso, ya que los jueces sólo deben la fama a los delincuentes. Cuando las sentencias provocan grandes ovaciones hay que ponerse a temblar. Es probable que muy pronto también los criminales sean glorificados y los jueces públicamente escarnecidos. Creer que todos los políticos son unos miserables, levantarse cada día con la obsesión de derribar una estatua, pensar que cualquier éxito obedece a una trama oscura o a una claudicación, buscar siempre el lado más débil de las personas y denostarlas o ensalzarlas sin freno pasando del elogio desmedido al insulto desaforado, eso indica que vivimos en un estado político muy crudo todavía. La moderación requiere un gran esfuerzo, puesto que se trata de una dura conquista de la inteligencia. Nada existe en democracia que no esté sujeto al rigor implacable de las formas y la primera de ellas es el buen sentido, pero éste se halla en la cumbre de un monte escarpado. Es terrible que estos consejos de maestro de escuela suenen de un modo ridículo en este país que cada mañana se desayuna con una algarabía de improperios y loas que son muy infantiles aunque salgan a veces de las fauces de unos forajidos. Sería deseable que los fracasos de cualquier índole no provocaran las carcajadas ni que fuera suficiente para denigrar a los políticos sólo el hecho de que nos hemos levantado cabreados sin explicar el motivo concreto y explícito de su maldad. Sería maravilloso que los jueces fueran honestos, inteligentes y anónimos, infinitamente más desconocidos que sus procesados, menos famosos que los asesinos. Si no hay que aplaudir nunca a un juez es para no tener que abuchearlo después. Ni Garzón era Tarzán ni Marino Barbero lo es todavía ahora. Trataban de cumplir con su deber y las pasiones partidistas de esta democracia a medio cocer les habían obligado a trabajar sin discreción bajo la luz canalla de los focos. Sólo los débiles no pueden vivir sin héroes, sólo los idiotas no pueden vivir sin villanos.
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