MANUEL VICENT 09/04/2000
Cuando en tiempos de la dictadura se levantó la censura previa y fue establecida una supuesta libertad de prensa, el escritor y el periodista quedaban a merced de su propia responsabilidad a la hora de escribir o dar una noticia. Aquella ley de Fraga había cortado las alambradas pero había dejado el campo sembrado de minas. Cualquier plumífero audaz podía saltar por los aires si lo atravesaba sin tomar precauciones: la explosión de ira incontrolada del ministro solía llevarse por delante la edición entera del libro o del periódico e incluso los propios huesos del redactor. Aquella Ley de Prensa, no obstante, permitía un ardid para mantener cierta dignidad: como ya nadie te obligaba a ensalzar al Dictador ni a insertar forzosamente editoriales, discursos e inauguraciones oficiales en primera plana, la fórmula más cínica de enfrentarse al régimen no eran los suaves pellizcos de monja que algunos osados le daban sino la noticia que no se publicaba, el elogio que se hurtaba, la escasa valoración en página par de cualquiera de los éxitos de la dictadura. En democracia cambian las instituciones, no las hormonas de los políticos. La mayoría absoluta de un partido, sobre todo si la oposición está desarbolada, tiene el peligro de engendrar en el líder una sed desmedida de elogios más allá de los que le proporcionan los innumerables palmeros profesionales. Los insultos del enemigo son loas al revés: si el triunfador es inteligente los agradece. En medio de esta nube tóxica de incienso a él sólo le molestan unos canallas que no ceden con facilidad al aplauso ni siquiera al improperio. A un gran triunfador no le hieren tanto las críticas de sus adversarios como el silencio de estos tipos raros, algunos periodistas, intelectuales, artistas, gente normal que no espera ningún favor que no sea la independencia. Sobre esos tibios vomita su cólera. Aún se recuerda la cara de sorpresa que puso Felipe González en sus tiempos de gloria ante las primeros reparos de algunos periodistas. A José María Aznar con la victoria absoluta le ha caído encima un nuevo alud de aduladores de oficio, de esos que llevan incorporado el gen del girasol. Se vuelve a hablar de amigos y enemigos con sus respectivos premios y castigos. En un momento propicio para que algunos profesionales cumplan sólo con su deber y realicen un buen trabajo sin desafiar a nadie, pero sin temer a nadie ni a nada.
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