MANUEL VICENT
26/03/2000
Un amanecer del mayo florido de 1959 el verdugo señor Emilio , natural de Azuaga, pueblo de Badajoz, donde regentaba un puesto de pipas y caramelos, dio garrote a la envenenadora valenciana Pilar Prades Expósito. Cundió el rumor de que este verdugo se comportó de forma pusilánime hasta el punto que hubo de ser alentado por la propia víctima para que cumpliera con su obligación. No fue así. Según el fiscal Chamorro, testigo directo, el señor Emilio se presentó con su maletín y una botella de aguardiente en el sótano de la cárcel de mujeres de Valencia a las once de la noche del día señalado cuando la envenenadora ya estaba en capilla. Después de saludar a los presentes y antes de echarse en el petate de un tabuco pidió que le despertaran a las seis menos cuarto. En seguida se oyeron sus plácidos ronquidos. La envenenadora había pedido como última voluntad pasar la última noche con una antigua compañera de celda, condenada por practicar abortos, que ahora vivia en Gandía. Esperando a que sonara el teléfono con el indulto durante la terrible vigilia la abortadora le enseñó a la condenada a hacer patucos para niños con el ganchillo. Pilar Prades Expósito nunca pensó que la fueran a ajusticiar. Era una criada que había suministrado pequeñas dosis de arsénico a sus señoras, no para matarlas sino para que cayeran enfermas y poder ayudarlas imponiendo así su poder en la casa. Con la mujer de un carnicero se le fue la mano y la mató. Ella soñaba con curar leprosos el día en que saliera de la cárcel, pero a las cinco de la mañana la llevaron a una capilla y a la hora convenida despertaron al verdugo señor Emilio quien con gran parsimonia preparó los hierros con un pitillo en la boca mientras a la ajusticiada le decían una misa. La que gritó fue ella: !!no me mateis, no me mateis, quiero ir a curar leprosos!! mientras era conducida a rastras hacia el patíbulo. Al fondo del patio había una fila de testigos. En el momento supremo, a uno de ellos, el director de la prisión, le dio un ataque de epilepsia. Fue la envenenadora la que primero se precipitó a ayudarle y la única que supo ponerle un pañuelo entre los dientes. Tal vez de este lance partió el malentendido que sirvió para que Berlanga y Azcona realizaran una película genial, que ahora ha sido llevada al teatro. Luego la mujer fue atada al palo y le dijo al verdugo: "No me hagas daño". Y éste contestó: "Descuida, yo soy un profesional".
26/03/2000
Un amanecer del mayo florido de 1959 el verdugo señor Emilio , natural de Azuaga, pueblo de Badajoz, donde regentaba un puesto de pipas y caramelos, dio garrote a la envenenadora valenciana Pilar Prades Expósito. Cundió el rumor de que este verdugo se comportó de forma pusilánime hasta el punto que hubo de ser alentado por la propia víctima para que cumpliera con su obligación. No fue así. Según el fiscal Chamorro, testigo directo, el señor Emilio se presentó con su maletín y una botella de aguardiente en el sótano de la cárcel de mujeres de Valencia a las once de la noche del día señalado cuando la envenenadora ya estaba en capilla. Después de saludar a los presentes y antes de echarse en el petate de un tabuco pidió que le despertaran a las seis menos cuarto. En seguida se oyeron sus plácidos ronquidos. La envenenadora había pedido como última voluntad pasar la última noche con una antigua compañera de celda, condenada por practicar abortos, que ahora vivia en Gandía. Esperando a que sonara el teléfono con el indulto durante la terrible vigilia la abortadora le enseñó a la condenada a hacer patucos para niños con el ganchillo. Pilar Prades Expósito nunca pensó que la fueran a ajusticiar. Era una criada que había suministrado pequeñas dosis de arsénico a sus señoras, no para matarlas sino para que cayeran enfermas y poder ayudarlas imponiendo así su poder en la casa. Con la mujer de un carnicero se le fue la mano y la mató. Ella soñaba con curar leprosos el día en que saliera de la cárcel, pero a las cinco de la mañana la llevaron a una capilla y a la hora convenida despertaron al verdugo señor Emilio quien con gran parsimonia preparó los hierros con un pitillo en la boca mientras a la ajusticiada le decían una misa. La que gritó fue ella: !!no me mateis, no me mateis, quiero ir a curar leprosos!! mientras era conducida a rastras hacia el patíbulo. Al fondo del patio había una fila de testigos. En el momento supremo, a uno de ellos, el director de la prisión, le dio un ataque de epilepsia. Fue la envenenadora la que primero se precipitó a ayudarle y la única que supo ponerle un pañuelo entre los dientes. Tal vez de este lance partió el malentendido que sirvió para que Berlanga y Azcona realizaran una película genial, que ahora ha sido llevada al teatro. Luego la mujer fue atada al palo y le dijo al verdugo: "No me hagas daño". Y éste contestó: "Descuida, yo soy un profesional".
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