Zapatillas
MANUEL VICENT 03/10/1993
Ayer fue un día aciago: ha causado 40.000 muertos en la India un terremoto que todavía no ha reivindicado nadie, ni Dios desde el firmamento con un megáfono ni cualquiera de sus representantes en la Tierra, bien sea el Papa desde un balcón del Vaticano o el Brahmán Mayor desde la escalinata del templo del Mono, en las afueras de Benarés. De noche hubo en el País Vasco otros atentados que han producido ocho heridos civiles e innumerables demócratas desesperados. Me he despertado tarde, y cuando he puesto la radio ya no había remedio: algunos periodistas que son los cuchilleros del amanecer tenían a esa hora toda la carne de los políticos picada. Después he leído en el periódico otro cúmulo de desgracias que podría enunciarse así: estamos totalmente arruinados, pero en cambio ahora somos mucho menos honrados. A pesar de todo, me he levantado, y mientras me afeitaba he escuchado algunos pasodobles. El mundo está destruido. Si quieres salvarte, debes recomponerlo dentro de ti mismo cada mañana, así que primero he ido a la pajarería a comprar insectos disecados, que es lo que come mi tortuga, y he desayunado con ella. Hay que estar a bien con los semejantes. Tener a la tortuga contenta y que el perro te mueva el rabo es la única metafísica. Me he preparado un desayuno espiritual, con esa especie de cuajada que ha hecho inmortal a la gente de Rusia y de los Balcanes que ahora se mata con el manierismo de las armas, y gustando de ese alimento casi místico he llegado a pensar que la bondad es invisible y que sólo se descubre educando la mirada. En ese momento, la tortuga, que parecía haber adivinado mi pensamiento, ha levantado la cara con una sensación risueña. En medio de tantos desastres puedo convertir este día en una obra de arte. Tengo una base muy sólida: una tortuga me sonríe, un perro mueve el rabo a mis pies, y yo estoy tomando un yogur sobre las ruinas de la jornada anterior. Hoy tengo que hacer algo importante; por ejemplo, hoy tengo que comprarme unas zapatillas.
MANUEL VICENT 03/10/1993
Ayer fue un día aciago: ha causado 40.000 muertos en la India un terremoto que todavía no ha reivindicado nadie, ni Dios desde el firmamento con un megáfono ni cualquiera de sus representantes en la Tierra, bien sea el Papa desde un balcón del Vaticano o el Brahmán Mayor desde la escalinata del templo del Mono, en las afueras de Benarés. De noche hubo en el País Vasco otros atentados que han producido ocho heridos civiles e innumerables demócratas desesperados. Me he despertado tarde, y cuando he puesto la radio ya no había remedio: algunos periodistas que son los cuchilleros del amanecer tenían a esa hora toda la carne de los políticos picada. Después he leído en el periódico otro cúmulo de desgracias que podría enunciarse así: estamos totalmente arruinados, pero en cambio ahora somos mucho menos honrados. A pesar de todo, me he levantado, y mientras me afeitaba he escuchado algunos pasodobles. El mundo está destruido. Si quieres salvarte, debes recomponerlo dentro de ti mismo cada mañana, así que primero he ido a la pajarería a comprar insectos disecados, que es lo que come mi tortuga, y he desayunado con ella. Hay que estar a bien con los semejantes. Tener a la tortuga contenta y que el perro te mueva el rabo es la única metafísica. Me he preparado un desayuno espiritual, con esa especie de cuajada que ha hecho inmortal a la gente de Rusia y de los Balcanes que ahora se mata con el manierismo de las armas, y gustando de ese alimento casi místico he llegado a pensar que la bondad es invisible y que sólo se descubre educando la mirada. En ese momento, la tortuga, que parecía haber adivinado mi pensamiento, ha levantado la cara con una sensación risueña. En medio de tantos desastres puedo convertir este día en una obra de arte. Tengo una base muy sólida: una tortuga me sonríe, un perro mueve el rabo a mis pies, y yo estoy tomando un yogur sobre las ruinas de la jornada anterior. Hoy tengo que hacer algo importante; por ejemplo, hoy tengo que comprarme unas zapatillas.
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