Sólo humo
MANUEL VICENT 29/06/2008
La gente asaba sardinas en la playa y metía los pies en el mar en busca de esa pequeña inmortalidad que a nada compromete. Navegando rumbo a Ibiza, esa noche de San Juan, desde la oscuridad de las aguas, se oían los boleros de algunas verbenas cargados de promesas y quejas de amor. "Los ojos de la española que tanto amé", cantaba el vocalista que habíamos dejado en la fiesta del puerto. Llevaba el bigote teñido y le asomaba un peine en el bolsillo superior de la chaqueta blanca. Su voz de caramelo la traía y se la llevaba la brisa bajo las vagas estrellas de la Osa hasta diluirse finalmente en el oleaje. En la noche más breve del año, el faro del cabo de la Nao nos acompañó durante las primeras horas de navegación. A bordo hubo una discusión acerca de la esencia de otros puntos de luz que marcaban el perfil de la costa que habíamos dejado atrás en las tinieblas. Unos decían que eran las hogueras de la gente feliz que asaba sardinas, otros que eran los farolillos rojos que coronaban las innumerables grúas de la construcción. En todo caso, parecía que habían nacido en el universo unas constelaciones nuevas. El solsticio de verano te obliga a amar la fugacidad de la vida. Precisamente porque muy pronto se van a diluir en la nada, son más deseables los frutos dulces del azar, aunque uno debe restituir a la naturaleza la moneda de oro que le debe después de gozarlos, fiando el tiempo que le queda a los astros. En aquella travesía, todo el misterio del Mediterráneo consistía en saber si el patrón había comprado mojama y huevas de atún para desayunar cuando amaneciera. No hay un momento tan perenne como ése en la memoria: avistar la isla entre la bruma dorada, darse un baño en alta mar y sentir después que todo el velero huele a café y ver que la corteza del pan suelta esquirlas al rebanarlo. En la ciudad quedó la piel de la serpiente que uno había mudado, y el cuerpo, con el primer sudor del verano, había liberado también el rigor de la conciencia dejando ahorcado a un dios en cada palmera. Toda la naturaleza estaba bajo los pies desnudos, y después, a la hora de la siesta, a la sombra de una higuera, su savia se convertía en sangre silenciosa que bombeaba en el interior de dos cuerpos a la vez. El verano tenía entonces los ojos azules.
MANUEL VICENT 29/06/2008
La gente asaba sardinas en la playa y metía los pies en el mar en busca de esa pequeña inmortalidad que a nada compromete. Navegando rumbo a Ibiza, esa noche de San Juan, desde la oscuridad de las aguas, se oían los boleros de algunas verbenas cargados de promesas y quejas de amor. "Los ojos de la española que tanto amé", cantaba el vocalista que habíamos dejado en la fiesta del puerto. Llevaba el bigote teñido y le asomaba un peine en el bolsillo superior de la chaqueta blanca. Su voz de caramelo la traía y se la llevaba la brisa bajo las vagas estrellas de la Osa hasta diluirse finalmente en el oleaje. En la noche más breve del año, el faro del cabo de la Nao nos acompañó durante las primeras horas de navegación. A bordo hubo una discusión acerca de la esencia de otros puntos de luz que marcaban el perfil de la costa que habíamos dejado atrás en las tinieblas. Unos decían que eran las hogueras de la gente feliz que asaba sardinas, otros que eran los farolillos rojos que coronaban las innumerables grúas de la construcción. En todo caso, parecía que habían nacido en el universo unas constelaciones nuevas. El solsticio de verano te obliga a amar la fugacidad de la vida. Precisamente porque muy pronto se van a diluir en la nada, son más deseables los frutos dulces del azar, aunque uno debe restituir a la naturaleza la moneda de oro que le debe después de gozarlos, fiando el tiempo que le queda a los astros. En aquella travesía, todo el misterio del Mediterráneo consistía en saber si el patrón había comprado mojama y huevas de atún para desayunar cuando amaneciera. No hay un momento tan perenne como ése en la memoria: avistar la isla entre la bruma dorada, darse un baño en alta mar y sentir después que todo el velero huele a café y ver que la corteza del pan suelta esquirlas al rebanarlo. En la ciudad quedó la piel de la serpiente que uno había mudado, y el cuerpo, con el primer sudor del verano, había liberado también el rigor de la conciencia dejando ahorcado a un dios en cada palmera. Toda la naturaleza estaba bajo los pies desnudos, y después, a la hora de la siesta, a la sombra de una higuera, su savia se convertía en sangre silenciosa que bombeaba en el interior de dos cuerpos a la vez. El verano tenía entonces los ojos azules.
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