Compromiso
MANUEL VICENT 05/09/1993
Estaba leyendo bajo las palmeras del puerto las desgracias que suceden en el mundo y la brisa más dulce movía las hojas del periódico. Sentí mala conciencia. Esa brisa poseída por el salitre agitaba los peores crímenes de la humanidad y yo tenía delante un granizado. Hay que ser un escritor comprometido. Me gustaría reunir fuerzas más allá de la compasión para luchar personalmente contra la injusticia. Otros lo hacen. Otros intelectuales atacan al Gobierno, describen con absoluta náusea la carnicería de la antigua Yugoslavia, manifiestan su ira cuando en el lugar más apartado del planeta son pisoteados los derechos humanos, denuncian la corrupción, levantan un escándalo cada semana. En cambio, a mí sólo me conmueven los matices de oro podrido al atardecer en el espejo de la dársena; me gusta sentir el latido del tiempo en la savia de los árboles; trato de celebrar unas nupcias formales con los alimentos primitivos. Bajo esta clase de estética siempre se esconde la putrefacción, lo sé muy bien. Mientras sorbía un granizado de limón a la sombra de las palmeras, contemplaba la imagen de varios niños reventados por un mortero. La visión hedonista de mí mismo, allí felizmente sentado, me llenó de rubor; entonces tomé la decisión de escribir acerca del sufrimiento de los demás. Esa es la misión de un escritor. Pero en ese momento se me acercó un señor desconocido y sonriendo me dijo: Si usted está interesado en comprar buenos melones le voy a dar un consejo, obsérveles antes la coronilla trasera, procure que ésta sea grande, eso indica que son dulces, de primera flor. Pasa lo mismo con los cangrejos. Las hembras son más sabrosas. Las conocerá por su forma redondeada de atrás. Los machos son puntiagudos. Gracias, le contesté. Y quedé pensativo con las páginas ensangrentadas del periódico en la mano. Quiero salvar mi conciencia. ¿Qué puedo hacer? Creo contribuir a la felicidad universal anunciando al mundo la fórmula de descubrir los mejores melones y cangrejos. Con esto hoy he cumplido.
MANUEL VICENT 05/09/1993
Estaba leyendo bajo las palmeras del puerto las desgracias que suceden en el mundo y la brisa más dulce movía las hojas del periódico. Sentí mala conciencia. Esa brisa poseída por el salitre agitaba los peores crímenes de la humanidad y yo tenía delante un granizado. Hay que ser un escritor comprometido. Me gustaría reunir fuerzas más allá de la compasión para luchar personalmente contra la injusticia. Otros lo hacen. Otros intelectuales atacan al Gobierno, describen con absoluta náusea la carnicería de la antigua Yugoslavia, manifiestan su ira cuando en el lugar más apartado del planeta son pisoteados los derechos humanos, denuncian la corrupción, levantan un escándalo cada semana. En cambio, a mí sólo me conmueven los matices de oro podrido al atardecer en el espejo de la dársena; me gusta sentir el latido del tiempo en la savia de los árboles; trato de celebrar unas nupcias formales con los alimentos primitivos. Bajo esta clase de estética siempre se esconde la putrefacción, lo sé muy bien. Mientras sorbía un granizado de limón a la sombra de las palmeras, contemplaba la imagen de varios niños reventados por un mortero. La visión hedonista de mí mismo, allí felizmente sentado, me llenó de rubor; entonces tomé la decisión de escribir acerca del sufrimiento de los demás. Esa es la misión de un escritor. Pero en ese momento se me acercó un señor desconocido y sonriendo me dijo: Si usted está interesado en comprar buenos melones le voy a dar un consejo, obsérveles antes la coronilla trasera, procure que ésta sea grande, eso indica que son dulces, de primera flor. Pasa lo mismo con los cangrejos. Las hembras son más sabrosas. Las conocerá por su forma redondeada de atrás. Los machos son puntiagudos. Gracias, le contesté. Y quedé pensativo con las páginas ensangrentadas del periódico en la mano. Quiero salvar mi conciencia. ¿Qué puedo hacer? Creo contribuir a la felicidad universal anunciando al mundo la fórmula de descubrir los mejores melones y cangrejos. Con esto hoy he cumplido.
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