Lírica
MANUEL VICENT 04/09/1994
Para dar gracias a Dios por haber llegado septiembre he hecho un arroz caldoso a los amigos bajo un algarrobo frente a la playa desierta. Mientras la radio anunciaba la proximidad de los aguaceros he puesto al fuego un caldero de hierro colado y sobre el aceite he depositado dos ajos y un poco de tomate. Sólo con el presagio del temporal olía ya a tierra mojada y volaban muy altos los vencejos. Hay que desafiar al destino con un instante de felicidad. ¿Qué hago yo con esta lírica ante tantas tragedias? Puede que el mundo esté mal hecho, pero uno tiene la obligación de escoger las mejores hortalizas del mercado, nabos, judías, cardos, y con ellas tratar de mejorar el Génesis dentro de la olla. Cuando el caldo ya hervía, uno de los amigos ha comenzado a hablar de política. Sus palabras se volvían muy abyectas al mezclarse con el vapor perfumado del guiso: la brisa se llevaba la sustancia de las verduras y del magro de cerdo junto con aquellas opiniones hacia la parte de las palmeras, y nunca he visto con más claridad qué liviana es cualquier ideología comparada con un buen sofrito: los juicios en un segundo se evaporaban, en cambio el humo del puchero se agarraba firmemente a los árboles. En Madrid a estas horas se estarán navajeando los líderes de opinión, pensé para mí, y en ese momento eché el arroz. La gente ha regresado a la ciudad. Hay una melancolía de la luz de septiembre sobre los cipreses. Sin duda esta tarde habrá tormenta. Pese a que la copa del algarrobo se halla toda impregnada por el caldero, bajo su amparo mis amigos discuten la actualidad sin saber que la ñora picante que he derramado en el interior del arroz caldoso acaba de transformar la realidad de las cosas. Sentados a la mesa, reflejando cada uno el rostro en el fondo del plato donde se escondía el único Dios verdadero, he leído a mis amigos, a modo de bendición, este pensamiento de Séneca: el que no desea nada lo posee todo. Y dicho esto mis amigos bajaron la cuchara hacia la verdad de la existencia sin pronunciar una palabra.
MANUEL VICENT 04/09/1994
Para dar gracias a Dios por haber llegado septiembre he hecho un arroz caldoso a los amigos bajo un algarrobo frente a la playa desierta. Mientras la radio anunciaba la proximidad de los aguaceros he puesto al fuego un caldero de hierro colado y sobre el aceite he depositado dos ajos y un poco de tomate. Sólo con el presagio del temporal olía ya a tierra mojada y volaban muy altos los vencejos. Hay que desafiar al destino con un instante de felicidad. ¿Qué hago yo con esta lírica ante tantas tragedias? Puede que el mundo esté mal hecho, pero uno tiene la obligación de escoger las mejores hortalizas del mercado, nabos, judías, cardos, y con ellas tratar de mejorar el Génesis dentro de la olla. Cuando el caldo ya hervía, uno de los amigos ha comenzado a hablar de política. Sus palabras se volvían muy abyectas al mezclarse con el vapor perfumado del guiso: la brisa se llevaba la sustancia de las verduras y del magro de cerdo junto con aquellas opiniones hacia la parte de las palmeras, y nunca he visto con más claridad qué liviana es cualquier ideología comparada con un buen sofrito: los juicios en un segundo se evaporaban, en cambio el humo del puchero se agarraba firmemente a los árboles. En Madrid a estas horas se estarán navajeando los líderes de opinión, pensé para mí, y en ese momento eché el arroz. La gente ha regresado a la ciudad. Hay una melancolía de la luz de septiembre sobre los cipreses. Sin duda esta tarde habrá tormenta. Pese a que la copa del algarrobo se halla toda impregnada por el caldero, bajo su amparo mis amigos discuten la actualidad sin saber que la ñora picante que he derramado en el interior del arroz caldoso acaba de transformar la realidad de las cosas. Sentados a la mesa, reflejando cada uno el rostro en el fondo del plato donde se escondía el único Dios verdadero, he leído a mis amigos, a modo de bendición, este pensamiento de Séneca: el que no desea nada lo posee todo. Y dicho esto mis amigos bajaron la cuchara hacia la verdad de la existencia sin pronunciar una palabra.
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