MANUEL VICENT 06/07/2008
Fue en Shanghai, en el jardín del templo de Buda de Jade. A la sombra de un sicomoro estaba sentado un monje ciego casi centenario, que dada su avanzada edad parecía estar exonerado de las reglas del monasterio. En ese momento discurría por el claustro una recua de monjes rapados haciendo sonar una esquila. Hasta el jardín emergió poco después desde el recinto del altar el murmullo sincopado de su oración junto con el perfume de sándalo que los monjes quemaban bajo la inmensa barriga del Buda de Jade. Al ver a aquel anciano solo no resistí la tentación de aprovecharme un poco de su sabiduría. Me acerqué. Tal vez por el olfato el monje ciego supo que tenía delante a un neófito lleno de traumas occidentales. Le pedí a la intérprete que le explicara más o menos quién era yo y que le preguntara qué debía hacer para ser feliz el resto de mi vida, una pregunta extraída del manual del turista en busca de una receta para el espíritu muy barata. El anciano centenario se tomó un tiempo. Mientras elevaba sus córneas desvariadas hacia lo alto sin dirección alguna, yo contemplaba su hombro desnudo con la clavícula transparente. Murmuró unas palabras. La intérprete tradujo su respuesta. El monje ciego con cien años de experiencia me había dicho: "No te duelas nunca de las cosas que no has conseguido. No luches por las cosas que sabes que nunca podrás alcanzar". La primera parte del oráculo estaba clara. A los 18 años pensé en fugarme a París. No lo hice. A los 30 me creía capaz de escribir como Scott Fitzgerald. No lo conseguí. A los 50 me propuse cambiar de vida. Me dio pereza. El monje me recomendaba que diera esos sueños por perdidos, pero yo los consideraba como un pasto primordial de la memoria que me mantenía vivo y en realidad aún me sigo alimentado de ellos. Las cosas que no hice en esta vida son mi mejor caudal. En cambio, la segunda sentencia del monje había dado de lleno en mi neurosis. No luchar por las cosas que no se pueden alcanzar me libraba espiritualmente de cualquier esfuerzo. El monje de Shanghai coincidía con la sabiduría de Horacio. Todo se disuelve en la nada. Deja que fluyan los días y aprovecha sus placeres sin más. El monje me adivinó dentro de sus córneas blancas y disolvió su sabiduría en una sonrisa.
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