MANUEL VICENT 03/07/1994
A lo largo de la existencia uno va dejando millones de huellas digitales en todo lo que toca. Algún día esa yema inocente que has posado en la superficie de un jarrón serán una prueba de culpabilidad contra ti. En miles de ficheros duerme tu nombre a la espera de ser descubierto por un delator. Todos los ordenadores juntos constituyen un bosque sagrado lleno de cepos para lobos, y según su criterio informático tú eres uno de ellos que pronto será capturado. Y si alguien pensaba que había escapatoria, ahí está el código genético cerrando el horizonte con una red de exágonos. A este mundo sólo hemos venido a transmitir los genes. Es el único trabajo serio que nos ha encomendado la naturaleza, que la cadena no se rompa, y si bien la cosa parece un poco burda, no hay que olvidar que ese trabajo es el fundamento de los versos de amor que escribió Petrarca. Los genes transportan hasta la marca del puñal con que alguno de tus antepasados asesinó a un compadre, y en ellos también están grabados desde la neura de Calígula hasta el modo que tenía tu abuelo de arrastrar la pierna al caminar. El futuro no es sino la forma de huir del pasado, y en el genoma cada uno lleva ya su itinerario de fuga incluyendo la encrucijada donde será asaltado por el virus final. Del mismo modo que se transmiten los genes con todos los traumas de los antepasados, así se reproducen igualmente los ficheros y archivos de los ordenadores en cuyo seno tu nombre reposa antes de ser levantado para ir a juicio. Vivimos un tiempo de delación. A veces en sueños sufro la pesadilla de una guerra civil y en ella adivino que se va configurando el rostro de mi asesino. Sus genes le han transmitido esa orden ciega desde lo alto de los siglos y él no podrá hacer nada por evitarlo. Está ya buscando en los ficheros. Nunca podré describir la belleza de aquel amanecer en que me asesinaron. Por eso quiero que en mi código genético quede grabada ahora esta visión: se presentaba un día radiante y en la ladera del monte cantaban. los pájaros.
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