El espejo
MANUEL VICENT 24/04/1994
El espejo guarda en su interior todos los rostros que en él se han reflejado. Si el espejo es amable, los retiene para siempre en su instante de máximo esplendor; si es cruel, sólo muestra la ceniza. Cuando uno vuelve a mirarse después de mucho tiempo en aquel espejo donde se reflejó un día, en él encuentra su espíritu vivo o muerto. Desde 1978 yo no había vuelto a entrar en el Congreso de los Diputados. Durante las Cortes constituyentes me paseé a diario por sus salones entre el bar y la tribuna de prensa. Cuando lo abandoné, el aire de ese recinto estaba muy impregnado con las imágenes de aquellos políticos. Por allí deambulaban paquidermos franquistas recauchutados para la democracia; dormitaban las primitivas carátulas de unos comunistas que habían sobrevivido al exilio; algunos democristianos ordenancistas llevaban el reglamento de la Cámara como un misal en la mano blanda. En medio de aquella fiesta de la libertad unos jóvenes hirsutos que parecían idealistas se movían con cierta torpeza sobre las alfombras dispuestos a comerse el mundo. Hoy se puede afirmar que aquellos jóvenes socialistas se lo han comido entero, pero lo llevan todavía sin digerir en la tripa. Después de 15 años de ausencia, el otro día volví al Congreso de los Diputados. Sus espejos cruelmente reflejaban una escena que yo no conocía. De su interior habían desaparecido las máscaras franquistas, los fantasmas comunistas, los blandos democristianos. Sólo quedaban aquellos jóvenes idealistas convertidos en galápagos llenos de conchas, cicatrices y mataduras. Se les veía moverse por dentro del espejo, maduros, resabiados, cenicientos. Su rabia antigua ahora se había transformado en marrullería. Su ingenuidad de entonces había derivado en una maestría con la daga. Alrededor de estos galápagos habían brotado muchos champiñones en forma de enanitos. Era la nueva generación de la derecha, que contemplaba desde la bancada contraria, con los jugos gástricos muy excitados, la pesada digestión del banquete socialista.
MANUEL VICENT 24/04/1994
El espejo guarda en su interior todos los rostros que en él se han reflejado. Si el espejo es amable, los retiene para siempre en su instante de máximo esplendor; si es cruel, sólo muestra la ceniza. Cuando uno vuelve a mirarse después de mucho tiempo en aquel espejo donde se reflejó un día, en él encuentra su espíritu vivo o muerto. Desde 1978 yo no había vuelto a entrar en el Congreso de los Diputados. Durante las Cortes constituyentes me paseé a diario por sus salones entre el bar y la tribuna de prensa. Cuando lo abandoné, el aire de ese recinto estaba muy impregnado con las imágenes de aquellos políticos. Por allí deambulaban paquidermos franquistas recauchutados para la democracia; dormitaban las primitivas carátulas de unos comunistas que habían sobrevivido al exilio; algunos democristianos ordenancistas llevaban el reglamento de la Cámara como un misal en la mano blanda. En medio de aquella fiesta de la libertad unos jóvenes hirsutos que parecían idealistas se movían con cierta torpeza sobre las alfombras dispuestos a comerse el mundo. Hoy se puede afirmar que aquellos jóvenes socialistas se lo han comido entero, pero lo llevan todavía sin digerir en la tripa. Después de 15 años de ausencia, el otro día volví al Congreso de los Diputados. Sus espejos cruelmente reflejaban una escena que yo no conocía. De su interior habían desaparecido las máscaras franquistas, los fantasmas comunistas, los blandos democristianos. Sólo quedaban aquellos jóvenes idealistas convertidos en galápagos llenos de conchas, cicatrices y mataduras. Se les veía moverse por dentro del espejo, maduros, resabiados, cenicientos. Su rabia antigua ahora se había transformado en marrullería. Su ingenuidad de entonces había derivado en una maestría con la daga. Alrededor de estos galápagos habían brotado muchos champiñones en forma de enanitos. Era la nueva generación de la derecha, que contemplaba desde la bancada contraria, con los jugos gástricos muy excitados, la pesada digestión del banquete socialista.
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