Día de Gloria
MANUEL VICENT 03/04/1994
¿Puede un moribundo estar pensando en unas habas tiernas salteadas mientras agoniza? Sólo si ha alcanzado el último grado de la mística. El aire tenía una sonoridad extraordinaria aquella mañana de domingo de Gloria. En una habitación diáfana de su casa de campo, el viejo expiraba, y la agonía era una campana neumática dentro de la cual resonaban las voces de unos niños que jugaban en el huerto contiguo. El viejo creía que uno de aquellos niños desconocidos era su propia persona que estaba empezando a renacer ese, día de Resurrección. Pero el viejo agonizaba realmente, aunque a su alrededor todo brotaba con una energía increíble: las habas, los niños, los ajos, los insectos, los espárragos, las lagartijas. A lo largo de su vida, el viejo no había aprendido nada, excepto la resignación. A medida que había sabido más del amor, menos fuerza había tenido para practicarlo, hasta el punto de que la máxima sabiduría al final se había unido ya a la impotencia absoluta, de modo qué, en el día de su muerte, su experiencia había llegado al último grado, y éste se reducía sólo a una sensación: el perfume de unas habas tiernas salteadas que tomaba por este tiempo de primavera, las voces esfumadas de aquellos niños que se oían ahora en el huerto de al lado, la visión de la pared desnuda de su habitación con la cal sólo interrumpida por el mar azul que había en la ventana. Su conciencia se iba disolviendo en la naturaleza, y dentro de ella, los gritos de los niños se hacían cada vez más nítidos, mientras la oscuridad de sus ojos se enmarañaba con las raíces de todas las plantas. La muerte le estaba produciendo un placer físico indecible: aquel niño que gritaba en medio del sembrado había tomado su relevo y el viejo le dedicó su último pensamiento sin que pudiera transmitirle ninguna experiencia. Volvería a vivir en aquel niño desconocido de una forma pura siguiendo el ciclo natural en cuyo último grado, después de muchos años, cuando la muerte le visitara otra vez, sólo quedaría el perfume de unas habas salteadas como resumen de toda la existencia.
MANUEL VICENT 03/04/1994
¿Puede un moribundo estar pensando en unas habas tiernas salteadas mientras agoniza? Sólo si ha alcanzado el último grado de la mística. El aire tenía una sonoridad extraordinaria aquella mañana de domingo de Gloria. En una habitación diáfana de su casa de campo, el viejo expiraba, y la agonía era una campana neumática dentro de la cual resonaban las voces de unos niños que jugaban en el huerto contiguo. El viejo creía que uno de aquellos niños desconocidos era su propia persona que estaba empezando a renacer ese, día de Resurrección. Pero el viejo agonizaba realmente, aunque a su alrededor todo brotaba con una energía increíble: las habas, los niños, los ajos, los insectos, los espárragos, las lagartijas. A lo largo de su vida, el viejo no había aprendido nada, excepto la resignación. A medida que había sabido más del amor, menos fuerza había tenido para practicarlo, hasta el punto de que la máxima sabiduría al final se había unido ya a la impotencia absoluta, de modo qué, en el día de su muerte, su experiencia había llegado al último grado, y éste se reducía sólo a una sensación: el perfume de unas habas tiernas salteadas que tomaba por este tiempo de primavera, las voces esfumadas de aquellos niños que se oían ahora en el huerto de al lado, la visión de la pared desnuda de su habitación con la cal sólo interrumpida por el mar azul que había en la ventana. Su conciencia se iba disolviendo en la naturaleza, y dentro de ella, los gritos de los niños se hacían cada vez más nítidos, mientras la oscuridad de sus ojos se enmarañaba con las raíces de todas las plantas. La muerte le estaba produciendo un placer físico indecible: aquel niño que gritaba en medio del sembrado había tomado su relevo y el viejo le dedicó su último pensamiento sin que pudiera transmitirle ninguna experiencia. Volvería a vivir en aquel niño desconocido de una forma pura siguiendo el ciclo natural en cuyo último grado, después de muchos años, cuando la muerte le visitara otra vez, sólo quedaría el perfume de unas habas salteadas como resumen de toda la existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario